jueves, 17 de febrero de 2011

RISA, de William Saroyan


—¿Quiere que me ría?

    Se sentía muy solo y enfermo en el aula vacía, todos los chicos ya se había ido a casa, Dan Seed, James Misippo, Dick Corcoran, todos ellos por las vías del Southern Pacific, riéndose y jugando, y esta loca idea de La Señorita Wissig, agobiándolo.

    —Sí.

    Los labios severos, el temblor, los ojos, esa melancolía patética en su rostro.

    —Pero yo no quiero reírme.

    Era extraño. El mundo entero, las vueltas de la vida, en lo que llega a convertirse.

    —Ríete.

    La tensión que creía, eléctrica, su rigidez, el nervioso movimiento de sus brazos y su cuerpo, lo fría que era, y la enfermedad en su sangre.

    —Pero, ¿por qué?

    ¿Por qué? Todo tan inmóvil, todo tan falto de gracia, tan horrible, las mentes atrapadas, algo atrapado, sin sentido, sin significado.

    —Como castigo. Te reíste en clase, así que ahora, como castigo, debes reírte durante una hora, tú solo, sin nadie más. Vamos, date prisa, ya has desperdiciado cuatro minutos.

    Era vergonzoso; no era en absoluto gracioso, quedarte después de clase, que te pidan que te rías. No tenía sentido alguno. ¿De qué debía reírse? Nadie puede reírse porque sí. Tiene que haber algo, algo divertido o pomposo, algo cómico. Era todo tan extraño, sus modales, la forma en la que lo miraba, la sutileza; era atemorizante. ¿Qué quería de él? Y ese olor a escuela, el aceite del suelo, el polvo de la tiza, el olor de la misma idea de los niños habiéndose ido a casa; la soledad, la tristeza.

    —Siento haberme reído.

    La flor se doblaba, avergonzada. Estaba apenado, no era un farol; estaba apenado, pero no por sí mismo, sino por ella. Era una chica joven, una maestra sustituta, y había cierta tristeza en ella, tan lejana y tan difícil de entender; una tristeza que traía consigo cada día y él se había reído de ella, fue cómico, algo que ella dijo, la forma en que los miraba a todos, la forma en que se movía. No había sentido ganas de reírse, pero de pronto se rió y ella lo miró y él la miró a los ojos y por un momento hubo una vaga comunión, y luego la furia, el odio en sus ojos. “Te quedarás después de clase”. No había querido reírse, tan sólo ocurrió, y estaba apenado, avergonzado, ella tenía que saberlo, se lo estaba diciendo, caray.

    —Estás haciéndome perder el tiempo. Empieza a reírte.

    Se había inclinado para borrar lo que estaba escrito en la pizarra: África, El Cairo, las pirámides, las esfinges, el Nilo; y los números 1865, 1914. Pero la tensión estaba allí, aún teniéndola de espaldas; el aula estaba en silencio y el vacío lo volvía todo más enfático, lo magnificaba todo, haciéndolo más preciso, con su mente, la de ella y la pena de ambas, una junto a la otra, en conflicto; ¿por qué? Él trató de ser amable; el día que ella llegó, él quiso ser amable; sintió de inmediato su extrañeza, su lejanía, de modo que ¿por qué se había reído? ¿Por qué todo ocurre de manera tan falsa? ¿Por qué tuvo que ser él quien la hiriera cuando, desde el principio, quiso ser su amigo?

    —No quiero reírme.

    Rebeldía y llanto en su voz, un llanto vergonzoso. ¿Pero qué derecho tenía para destruir algo tan inocente? No había querido ser cruel; ¿por qué ella no era capaz de entenderlo? Empezó a sentir odio frente a su estupidez, su comportamiento absurdo, su terquedad. "No me reiré", pensó; "que llame al Sr. Caswell y que me azote, pero no volveré a reírme. Todo era un error. Había querido llorar, o algo así, no lo sé; no había querido hacerlo. Puedo soportar que me azoten, por Dios, duele, pero no tanto como esto; me han dado en el trasero alguna vez, conozco la diferencia".

    Pues que lo azotaran, ¿a él qué más le daba? Le ardía y luego sentía un dolor agudo varios días, punzante en su cabeza, pero adelante, que lo hagan inclinarse, aún así no se reiría.

    La vio sentarse en el escritorio y observarlo; y por el amor de Dios, se la veía enferma y asustada, y cierta piedad llegó a sus labios una vez más, la enfermiza piedad que sentía por ella, ¿por qué estaba causándole tantos problemas a una maestra sustituta que le simpatizaba, no una vieja y fea maestra, sino una pequeña chica agradable, asustada desde el principio?

    —Por favor, ríete.

    Y qué humillación, ya no se lo ordenaba, se lo rogaba, le rogaba que se riera cuando él no quería reírse. ¿Qué se puede hacer? Honestamente, ¿qué se puede hacer bien, por voluntad propia, no accidentalmente, que no sea lo equivocado? ¿A qué se refería? ¿Qué placer podría sacar de oírlo reír? Qué mundo más estúpido, el extraño sentir de las personas, la reserva, cada persona dentro de sí, queriendo una cosa y siempre obteniendo otra, queriendo dar una cosa y siempre dando otra. Sí, lo haría. Ahora sí se reiría, no por él, sino por ella. Incluso si esto lo enfermara, se reiría. Quería saber la verdad, qué era todo eso. Ella no estaba haciéndolo reír, le pedía que lo hiciese, se lo rogaba. No entendía qué sucedía, pero quería saberlo. Pensó: "Quizás pueda pensar en algo gracioso", y empezó a recordar todas las historias graciosas que había oído, pero era extraño, no se acordaba de ninguna. Y otras cosas graciosas, como la forma en que caminaba Annie Gran; vaya, ya no parecía nada gracioso; y Henry Mayo, burlándose de Hiawatha, equivocándose; no, eso tampoco parecía divertido. Era cosas que le hacían reír hasta enrojecer y perder el aliento, pero había llegado a un punto muerto, inútil, "by the big sea waters, by the big sea waters, came the mighty", vaya, ya no era gracioso; Dios, ya no podía reírse de todo eso. Bueno, tan sólo se reiría, de la misma manera de siempre, como un actor, ja, ja, ja. Dios, era difícil, era lo más fácil del mundo y ahora no podía soltar una sola risita.

    No obstante, empezó a reírse, sintiéndose avergonzado e incómodo. Tenía miedo de mirarla a los ojos, así que se fijó en el reloj e intentó no detenerse, era algo extraordinario, pedirle a un muchacho que se riera por una hora y nada, rogarle que se riera sin ningún motivo. Y así lo haría, quizás no por una hora, pero lo intentaría; algo haría. Lo más gracioso era su voz, la falsedad de aquella risa; y luego, al cabo de un rato le empezó a parecer muy gracioso, muy cómico y le hizo feliz ya que verdaderamente le daba risa, y ahora que se reía realmente, con todo su ser, con toda su sangre, riéndose de cuán falsa era su risa, en tanto la vergüenza se alejaba, se dio cuenta de que ya no era falso, de que era la verdad de su risa lo que llenaba el aula vacía y todo parecía encajar, todo era magnífico y ya habían pasado dos minutos.

    Y empezó a ver cosas realmente graciosas por doquier, en toda la ciudad, la gente que caminaba por la calle, tratando de verse importante, pero él lo sabía, no lo engatusaban, sabía lo importante que eran, la forma en la que hablaban, siempre a lo grande, y toda esa pomposidad, toda esa falsedad lo hacían reírse; pensó en el predicador de la Iglesia Presbiteriana, lo falso de sus sermones, "Oh, Dios, hágase tu voluntad", y sin nadie que creyera en él, y la gente importante con grandes coches, Cadillcs y Packards, acelerando y desacelerando, yendo por todo el país, como si tuvieran un lugar al que ir, y los conciertos de la banda del pueblo, todo tan falso, todo haciéndolo reír, los grandullones corriendo detrás de las chicas cuando hacía calor y los tranvías que se desplazaban por toda la ciudad con apenas dos pasajeros, eso sí era gracioso, esos enormes vagones llevando solamente a una anciana y a un hombre con bigotes, y se rió hasta que perdió el aliento y su cara enrojeció y de pronto, ya no sentía vergüenza, y se estaba riendo y miró a La Señorita Wissig, y entonces, bang: lágrimas en los ojos de ella. Por Dios Santo, no se había reído de ella. Se había estado riendo de todos esos tontos, todas las tonterías que hacían día tras día, toda la falsedad. Era desagradable. Siempre quería hacer las cosas bien y siempre las cosas se daban vuelta. Quería saber por qué, qué es lo que sucedía con ella, dentro de ella, su parte secreta, y él que se había reído para ella, no para sentirse a gusto; y ella allí, temblando, con los ojos húmedos y llenos de lágrimas, su rostro atormentado, y él seguía riéndose de la furia y la desilusión de su corazón, y se reía de todo lo que es patético en el mundo, las cosas por las que la buena gente llora, los perros callejeros, los caballos que se tropezaban y eran azotados, los tímidos que en su interior eran aplastados por tipos crueles y gordos, gordos por dentro, pomposos; y los pajaritos, muertos en las aceras; y los malentendidos en todas partes, el conflicto sin fin, la crueldad, las cosas que vuelven maligno a un hombre, el crecimiento vil y el enojo empezaba a cambiar su risa y empezaban a asomarse lágrimas en sus ojos. Sólo ellos, en el aula vacía, juntos y desnudos en su soledad y su desconcierto, hermano y hermana, los dos queriendo cierta decencia, cierta limpieza en este mundo, los dos queriendo compartir la verdad con el otro y aún así, los dos, extraños de alguna manera, solos y lejanos.

    Oyó que la chica contenía el sollozo y luego todo fue al revés, y él lloraba, honesta y verdaderamente, como un bebé, como si algo realmente hubiese sucedido, y escondió su rostro entre sus brazos, y respiraba agitadamente y pensaba en que no quería vivir; en que si así eran las cosas, prefería estar muerto.

    No supo cuánto lloró pero de pronto, se dio cuenta de que no había llanto ni risa y de que el aula estaba muy tranquila. Qué vergúenza. Tenía miedo de levantar la cabeza y mirar a la maestra. Era horroroso.

    —Nico.

    En voz baja, calmada, solemne; ¿cómo podría volver a mirarla?

    —Nico.

    Levantó la cabeza. Los ojos de ella estaban secos y su cara parecía más brillante y más hermosa que nunca.

    —Por favor, sécate las lágrimas. ¿Quieres un pañuelo?

    —Sí.

    Se secó los ojos, se sonó la nariz. Qué mundo enfermo éste. Qué deprimente era todo.

    —¿Cuántos años tienes, Nico.

    —Diez.

    —¿Qué quieres ser? De mayor, quiero decir…

    —No lo sé.

    —¿A qué se dedica tu padre?

    —Es sastre.

    —¿Te gusta esta ciudad?

    —Creo que sí.

    —¿Tienes hermanos?

    —Tres hermanos y dos hermanas.

    —¿Nunca has pensado en irte? ¿Irte a alguna otra ciudad?

    Era asombroso. Le hablaba como si fuera una persona madura, tratando de llegar hasta el fondo.

    —Sí.

    —¿Adónde?

    —No lo sé. A Nueva York, quizás. O a la madre patria.

    —¿La madre patria?

    —Milán. La ciudad de mi padre.

    —Oh.

    Él quería preguntarle sobre ella, adónde había ido, dónde había estado; quería ser maduro, pero tenía miedo. Ella fue hasta el guardarropa y trajo su abrigo, su sombrero y su bolso, y comenzó a ponerse el abrigo.

    —Mañana ya no estaré aquí. La Señorita Shorb se ha recuperado. Me voy.

    Se sintió triste, pero no podía pensar en nada que decirle. Ella se ajustó el cinturón del abrigo y se puso el sombrero, sonriente, Dios, qué mundo, primero lo hacía reírse, luego llorar y ahora esto. ¿Adónde iba? ¿Es que ya nunca la volvería a ver?

    —Ya puedes irte a casa, Nico.

    Y allí estaba él, mirándola y sin quererse ir, allí estaba, con ganas de sentarse y observarla. Se levantó lentamente y fue hasta el guardarropa a buscar su gorra. Caminó hasta la puerta, enfermo de soledad; y se volvió para mirarla por última vez.

    —Adiós, Señorita Wissig.

    —Adiós, Nico.

    Y a continuación echó a correr y atravesó el colegio como una bala, y la joven maestra sustituta lo siguió con la mirada desde el patio. No sabía en qué pensar, pero supo que estaba verdaderamente triste y que tenía miedo de darse la vuelta para ver si ella estaba mirándolo. Pensó: "Si me apresuro, quizás pueda encontrar a Dan Seed y a Dick Corcoran y a los demás, y quizás llegué a tiempo para ver cómo se va el tren de carga". Bueno, nadie lo sabría de todas formas. Nadie sabría alguna vez qué sucedió y cómo había llorado y reído.

    Siguió corriendo hasta las vías de la Southern Pacific, pero cuando llegó los chicos ya no estaban allí y el tren ya se había ido.

    Se sentó bajo un eucalipto. El mundo entero, un caos.

    Y entonces se echó a llorar de nuevo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario