viernes, 1 de marzo de 2024

El otro Miller, de Tobias Wolff


(Traducción de Pilar Vázquez)


Miller lleva dos días de pie bajo la lluvia esperando, junto al resto de la Compañía Bravo, que unos hombres de otra compañía aparezcan tambaleantes en la pista forestal donde ellos, los de la Bravo, aguardan emboscados. Cuando suceda esto, si llega a suceder, Miller sacará la cabeza del agujero donde está escondido y disparará todo el cargador de fogueo en dirección a la pista. Y lo mismo hará el resto de la Compañía Bravo. Y una vez hecho, saldrán de sus agujeros, se subirán a los camiones y volverán a la base.
Ese es el plan.
Miller no cree que vaya a funcionar. Todavía no ha visto un plan que funcione, y éste tampoco lo hará. Su escondrijo tiene varios centímetros de agua. Ha de mantenerse de pie en unos pequeños salientes que ha excavado en las paredes, pero la tierra es muy arenosa y éstos se derrumban continuamente. Lo que significa que tiene las botas empapadas. Además, sus cigarrillos están húmedos. Además, la primera noche de maniobras, masticando uno de los caramelos que se había traído para combatir el agotamiento, se le rompió el puente que tiene en los molares. Le ataca los nervios cómo se levanta y rechina cuando lo toca con la lengua, pero anoche perdió toda su fuerza de voluntad y ahora no puede evitar estar todo el rato tocándolo.
Cuando piensa en la otra compañía, sobre la que se supone que van a caer ellos, Miller ve una columna de hombres secos, recién comidos, alejándose del agujero donde él los aguarda. Los ve moverse fácilmente con unos ligeros macutos a la espalda. Los ve parándose a descansar y a fumar un pitillo, estirándose sobre fragantes hojas de pino, bajo los árboles, y el murmullo de sus voces haciéndose más y más tenue conforme se van quedando dormidos.
Esta es la pura verdad, por Dios que es verdad. Miller lo sabe igual que sabe que va a pescar un resfriado, porque siempre tiene esa mala suerte. Si él estuviera en la otra compañía, serían ellos los que estarían metidos en estos agujeros.
Miller hurga con la lengua en el puente roto y siente una punzada de dolor. Se pone rígido, le arden los ojos, aprieta los dientes contra el aullido que intenta escaparse de su garganta. Lo domina y observa a los hombres a su alrededor. Los pocos que alcanza a ver están aturdidos y pálidos. Del resto sólo distingue las capuchas de los ponchos, que sobresalen del suelo como si fueran rocas con forma de proyectil.
En este momento, con la mente en blanco a causa del dolor, Miller oye cómo rebota la lluvia en su propio poncho. Y luego oye el zumbido estridente de un motor. Un jeep se acerca por la pista, salpicando, patinando de lado a lado y lanzando una estela de goterones de barro. El propio jeep está cubierto de barro. Se desliza hasta detenerse frente a la posición de la Compañía Bravo y toca el claxon dos veces.
Miller mira alrededor para ver qué hacen los otros. Nadie se ha movido. Todos siguen de pie en sus agujeros.
El claxon vuelve a sonar.
Una pequeña figura emerge de entre unos árboles un poco más allá. Miller sabe que es el sargento por su estatura, tan corta que el poncho le llega casi hasta los tobillos. El sargento camina lentamente hacia el jeep; sus botas están completamente embarradas. Cuando llega junto al vehículo, introduce la cabeza por la ventanilla; un momento después la saca. Mira al suelo y da un puntapié a uno de los neumáticos, como si se hubiera concentrado para hacerlo. Luego alza la vista y grita el nombre de Miller.
Miller se lo queda mirando. Hasta que el sargento no vuelve a gritar su nombre, Miller no empieza la dura tarea de salir del escondrijo. Los otros hombres alzan sus pálidas caras para verlo cuando él pasa renqueante junto a sus agujeros.
—Acércate, muchacho —le dice el sargento. Se aleja un poco del jeep y le hace un gesto con la mano. Miller lo sigue. Pasa algo. Miller lo sabe porque el sargento lo ha llamado «muchacho» en lugar de «pedazo de animal». Ya ha empezado a sentir un ardor en el lado izquierdo, donde tiene la úlcera. El sargento mira al suelo—. El caso es —empieza a decir. Se para y se vuelve hacia Miller—. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Carajo! ¿Sabías que tu madre estaba enferma? Miller no dice nada, se limita a apretar los labios—. Debía de estar enferma, ¿no? Miller sigue callado y el sargento continúa:— Falleció anoche. Te acompaño en el sentimiento. Alza la vista y mira a Miller con tristeza, y Miller ve que la mano derecha del sargento empieza a elevarse por debajo del poncho y luego vuelve a caer al lado del cuerpo. Miller se da cuenta de que el sargento quiere darle unas varoniles palmadas en la espalda, pero el movimiento no llega a cuajar. Sólo se puede hacer esto si se es más alto o al menos se tiene la misma estatura que el otro—. Estos chicos te llevarán a la base —le dice el sargento señalando al jeep con la barbilla—. Cuando llegues, llamas a la Cruz Roja y ellos se encargarán del resto. Intenta descansar un poco —añade, y luego se aleja en dirección a los árboles.
Miller recupera su equipo. Uno de los hombres junto a los que pasa en su camino de vuelta al jeep le dice:
—¡Eh, eh, Miller! ¿Qué ha sucedido?
Miller no contesta. Teme que si abre la boca empezará a reírse y lo echará todo a perder. Se sube al jeep con la cabeza gacha y los labios apretados y no levanta la vista hasta que no han dejado atrás la compañía, como a un kilómetro o así. El grueso cabo que va sentado al lado del conductor lo observa.
—Siento lo de tu madre —dice—. Eso sí que es un buen bajón.
—Lo que más —dice el conductor, que también es cabo. Le lanza una rápida mirada por encima del hombro.
Por un instante Miller ve su propia cara reflejada en las gafas de sol del conductor.
—Algún día tenía que suceder —susurra, y vuelve a bajar la vista.
A Miller le tiemblan las manos. Se las mete entre las rodillas y mira a través del plástico de la ventanilla los árboles que van dejando atrás. La lluvia tamborilea en la lona del techo. Él está a cubierto, y el resto sigue ahí fuera. Miller no puede dejar de pensar en los otros, de pie, empapándose bajo la lluvia, y ese pensamiento le da ganas de reírse y de golpearse la pierna. Nunca había tenido tanta suerte en su vida.
—Mi abuela murió el año pasado —dice el conductor—. Pero, claro, no es lo mismo que perder a una madre. Lo siento, Miller.
—No os preocupéis por mí —dice Miller—. Lo superaré.
El cabo gordo le dice:
—Mira, no creas que tienes que reprimirte por nosotros. Si tienes ganas de llorar o cualquier cosa, no te cortes. ¿No es verdad, Leb?
El conductor asiente con la cabeza.
—Suéltalo todo.
—No os preocupéis —dice Miller.
Le gustaría dejarles claro a estos tíos que no tienen que sentirse en la obligación de mostrarse afligidos todo el camino hasta Ford Ord. Pero si les contara lo que ha sucedido, darían la vuelta y lo devolverían a su agujero.
Miller sabe lo que ha sucedido. Hay otro Miller en el batallón con las mismas iniciales que él, W. P., y a este Miller es al que se le ha muerto la madre. Siempre están confundiendo su correo, y ahora la han liado con esto. Miller se hizo una idea clara del asunto en cuanto el sargento empezó a preguntarle por su madre.
Por una vez, todo el mundo está fuera y él está a cubierto. A cubierto, camino de una buena ducha, ropa seca, una pizza y un catre caliente. Ni siquiera ha tenido que hacer algo malo para conseguirlo. Ha hecho lo que le han dicho. El error era de ellos. Mañana descansará como le ha dicho el sargento que haga, irá a la enfermería por lo del puente y, tal vez, por qué no, al cine a la ciudad. Luego llamará a la Cruz Roja. Para cuando se aclare todo, será demasiado tarde para mandarlo de vuelta a las maniobras. Y lo mejor de todo es que el otro Miller no lo sabrá. El otro Miller tendrá todo un día más para pensar que su madre está viva. Incluso se podría decir que le está haciendo el favor de mantenerla viva.
El hombre sentado al lado del conductor se vuelve de nuevo y observa a Miller. Tiene unos ojos pequeños y oscuros en una cara grande, blanca, perlada de sudor. En su placa dice que se apellida Kaiser. Mostrando unos dientes pequeños y cuadrados, infantiles, dice:
—Lo estás llevando muy bien, Miller. La mayoría de los tíos se derrumban al enterarse.
—Yo también me derrumbaría —dice el conductor—. Cualquiera se derrumbaría. Es humano, Kaiser.
—Claro —dice Kaiser—. No estoy diciendo que yo sea diferente. Ése será el peor día de mi vida, el día que muera mi madre. —Parpadea rápidamente, pero no antes de que Miller vea cómo se empañan sus ojos diminutos.
—Todos tenemos que irnos —dice Miller—, antes o después. Esa es mi filosofía.
—Qué fuerte —dice el conductor—. Profundo de verdad.
Kaiser lo mira fijamente y le dice:
—Tranquilo, Lebowitz.
Miller se inclina sobre el asiento delantero. Lebowitz es un apellido judío. Eso significa que Lebowitz debe de ser judío. A Miller le gustaría preguntarle por qué está en el ejército, pero teme que Lebowitz se lo tome a mal. En su lugar le pregunta con un tono informal:
—No se ven muchos judíos hoy en día en el ejército.
Lebowitz mira al retrovisor. Sus gruesas cejas se arquean sobre las gafas de sol, luego mueve la cabeza y dice algo que Miller no llega a percibir.
—Tranquilo —repite Kaiser. Se vuelve hacia Miller y le pregunta que dónde tendrá lugar el funeral.
—¿Qué funeral? —dice Miller.
Lebowitz se echa a reír.
—¡Joder, tío! —exclama Kaiser—. ¿Es que nunca has oído hablar de eso que se llama stock?
Lebowitz se queda callado un momento. Luego vuelve a mirar al retrovisor y dice:
—Lo siento, Miller. Se me ha ido la olla.
Miller se encoge de hombros. En sus prospecciones bucales, la lengua presiona el puente con demasiada fuerza, y eso le obliga a contraerse súbitamente.
—¿Dónde vivía tu madre? —pregunta Kaiser.
—En Redding —contesta Miller.
Kaiser asiente.
—Redding —repite.
No deja de mirar a Miller, lo mismo que Lebowitz, que tiene la vista dividida entre el retrovisor y la carretera. Miller se da cuenta de que esperaban un tipo de actuación diferente a la que él les está ofreciendo, más emotiva y todo eso. Ya han visto a otros soldados perder a sus madres mientras estaban movilizados y tienen unos estándares a los que él no parece conformarse. Mira por la ventanilla. Están atravesando un puerto. A la izquierda de la carretera se ven parches de azul entre los árboles; luego llegan a una zona sin árboles y Miller ve el mar abajo, despejado hasta el horizonte bajo un intenso cielo azul. Salvo por algunos jirones de niebla en las copas de los árboles, han dejado las nubes atrás, en las montañas, sobre los soldados allí apostados.
—No me malinterpretéis —dice Miller—. Me apena mucho que haya muerto.
—Eso es lo que tienes que hacer. Echarlo fuera —dice Kaiser.
—Sencillamente no la conocía muy bien —dice Miller, y tras esta monstruosa mentira le invade una sensación de ingravidez. Al principio le resulta incómoda, pero casi inmediatamente empieza a disfrutarla. A partir de este momento puede decir cualquier cosa. Pone cara de tristeza—. Supongo que estaría más deshecho y todo eso si no nos hubiera abandonado como lo hizo. A mitad de la cosecha. Se largó sin más.
—Oigo un montón de rabia en tus palabras —le dice Kaiser—. Venga, sácalo todo. Reconócelo.
Miller lo ha sacado todo de una canción, pero ya no se acuerda de más. Baja la cabeza y se mira la puntera de las botas.
—Acabó con mi padre —dice pasado un rato—. Le rompió el corazón. Y me quedé yo con cinco hermanos, todavía chicos, que criar, además de atender la granja.
Miller cierra los ojos. Ve el sol poniéndose por detrás de un campo labrado y una banda de chavales avanzando entre los surcos con rastrillos y azadones al hombro. Mientras el jeep traza las cerradas curvas de la bajada del puerto, él les va describiendo las dificultades por las que tuvo que pasar como hermano mayor de la familia. Cuando llegan a la autopista de la costa y giran en dirección norte, pone fin a su historia. El jeep deja de traquetear y de colear. Ganan velocidad. Los neumáticos susurran suavemente en el asfalto. El aire silba una sola nota contra la antena de la radio.
            —En cualquier caso —dice Miller—, hace dos años que no recibo una carta de ella.
            —Parece de película —dice Lebowitz.
            Miller no está muy seguro de cómo tomárselo. Espera a ver qué más dice, pero Lebowitz se queda callado. Igual que Kaiser, que hace ya varios minutos que le he dado la espalda. Los dos tienen la vista clavada en la carretera. Miller se da cuenta de que han perdido interés. Se queda muy decepcionado, porque él se lo estaba pasando en grande tomándoles el pelo.
            Una de las cosas que les contó es cierta: hace dos años que no recibe una carta de su madre. Al principio de entrar en el ejército le escribió mucho, al menos una vez por semana, a veces dos, pero Miller le enviaba todas las cartas de vuelta sin abrir, y pasado un año, ella desistió. Intentó telefonearlo unas cuantas veces, pero él no se ponía al teléfono, de modo que también desistió de llamar. Miller quiere que entienda que su hijo no es de los que ponen la otra mejilla. Es un hombre serio. Si lo enfadas, lo pierdes.
            La madre de Miller lo enfadó al casarse con un hombre con el que no debería haberse casado. Phil Dove. Dove era el profesor de biología del instituto. Miller tenía problemas en clase y su madre fue a hablar con Dove y terminó prometida con él. Cuando Miller intentaba hacerla entrar en razón, ella se negaba a escuchar. Por su forma de actuar se diría que había pescado a un pez gordo en lugar de a alguien que tartamudeaba al hablar y se pasaba la vida diseccionando cangrejos.
            Miller hizo todo lo que pudo para impedir la boda, pero su madre estaba ciega. No quería darse cuenta de lo que tenía, de lo bien que estaban los dos sin necesidad de nadie más. A él esperándola infaliblemente en casa, con una cafetera recién hecha, cuando ella volvía del trabajo. Los dos tomándose el café y charlando de cualquier cosa o, tal vez, sin decir nada, sencillamente sentados hasta que la cocina se quedaba en penumbra y sonaba el teléfono o el perro empezaba a quejarse para que lo sacaran. Pasear al perro por el depósito de agua. Volver y cenar lo que les apetecía, a veces nada, a veces lo mismo tres o cuatro días seguidos, viendo los programas de la tele que les gustaban y yéndose a la cama cuando querían y no porque lo quería otra persona. Sencillamente el hecho de estar los dos en su propia casa.
            Phil Dove confundió tanto a su madre que ésta olvidó lo buena que era su vida. Se negaba a ver que lo estaba echando todo a perder.
            "Tú terminarás yéndote, en cualquier caso", le decía ella. "Te irás el año que viene o el otro".
            Lo que mostraba lo equivocada que estaba con respecto a él, porque él nunca la habría dejado, nunca, por nada del mundo. Pero cuando él decía esto, ella se reía como si supiera algo que él no sabía, como si él no hablara en serio. Pero él hablaba en serio. Hablaba en serio cuando le prometía que no se iría y hablaba en serio cuando prometía que nunca volvería a dirigirle la palabra si se casaba con Phil Dove.
            Ella se casó. Miller se quedó en un motel esa noche y las dos siguientes, hasta que se le acabó el dinero. Entonces se alistó en el ejército. Sabía que eso iba a afectarla, porque todavía le faltaba un mes para terminar en el instituto y porque su padre había muerto estando en el ejército. No en Vietnam, sino en Georgia, en un accidente. Se le cayó encima el contenedor lleno de agua hirviendo en el que él y otro hombre estaban sumergiendo la loza del comedor. Miller tenía seis años por entonces. Después de eso, a la madre de Miller le entró un odio feroz por el ejército, no porque su marido hubiera muerto —ella sabía de la guerra a la que se iba él, sabía de las emboscadas y de los terrenos minados—, sino por la forma en que había sucedido. Decía que el ejército ni siquiera logra que los hombres mueran de una forma digna.
            Tenía razón, además. El ejército era exactamente tan malo como ella pensaba, o peor. Te pasabas todo el tiempo esperando. Llevabas una existencia completamente estúpida. Miller la detestaba, minuto a minuto, pero había cierto placer en ese odio porque pensaba que su madre debía de saber lo desgraciado que era. Y ese conocimiento le causaría un gran dolor. Nunca sería tanto, sin embargo, como el dolor que ella le había causado, un dolor que se expandía de su corazón a su estómago, a sus dientes y a todo el resto del cuerpo, pero era el peor dolor que él podía causarle y serviría para que ella lo tuviera siempre presente.

Kaiser y Lebowitz se describen uno al otro sus hamburguesas favoritas. Su idea de la hamburguesa perfecta. Miller intenta no escuchar, pero sus voces no desaparecen, y pasado un rato no puede pensar en nada más que en filetes de carne picada, tomate y mostaza y filetes de carne picada entrecruzados con las marcas de la plancha, humeantes, con cebolla dorada por encima. Está a punto de pedirles que cambien de tema cuando Kaiser se vuelve y dice:
            —¿Qué? ¿Hay “gusa”?
            —No sé —responde Miller—. Supongo que algo me entraría.
            —Estábamos pensando en hacer una paradita. Pero si quieres que continuemos, no tienes más que decirlo. Tú eres el dueño de la situación. Quiero decir, técnicamente, se supone que tenemos que llevarte directamente a la base.
            —Podría tomar algo —dice Miller.
            —Así se hace. En momentos como éstos hay que conservar las fuerzas.
            —Podría tomar algo —vuelve a decir Miller.
            Lebowitz alza la vista al retrovisor, mueve la cabeza y vuelve a mirar a la carretera.
            Toman el siguiente cambio de sentido y se dirigen tierra adentro hasta un cruce donde hay dos gasolineras enfrente de dos restaurantes. Uno de los restaurantes tiene los cierres echados, así que Lebowitz se mete en el aparcamiento del Dairy Queen, al otro lado de la carretera. Apaga el motor, y los tres hombres permanecen sentados, inmóviles en el repentino silencio. Entonces Miller oye a lo lejos el sonido de un metal golpeando otro metal, el graznido de un cuervo, el crujido de Kaiser rebulléndose en el asiento. Un perro ladra delante de un remolque medio oxidado aparcado al lado. Un perro flaco, blanco y con los ojos amarillos. Ladra y se rasca al mismo tiempo, levantando una pata temblorosa, contra un cartel que muestra la palma de una mano y bajo ésta la leyenda: “CONOZCA SU FUTURO”.
            Se bajan del jeep y Miller cruza el aparcamiento detrás de Kaiser y Lebowitz. El aire es caliente y huele a combustible. En la gasolinera, al otro lado de la carretera, un hombre de piel rosada, en bañador, intenta hinchar las ruedas de una bicicleta, tirando de la goma y maldiciendo a voces. Miller mueve con la lengua el puente roto, lo levanta ligeramente. Considera si debe intentar comerse una hamburguesa y decide que mientras tenga el cuidado de masticar con el otro lado no tiene por qué dolerle.
            Pero le duele. Después de un par de bocados, Miller aparta su plato a un lado. Con la barbilla descansando en una mano, escucha a Lebowitz y a Kaiser discutir sobre si se puede de verdad predecir el futuro. Lebowitz habla de una chica que conocía que tenía poderes.
            —Por ejemplo. Íbamos en el coche —dice—, y de pronto ella me decía exactamente lo que yo estaba pensando. Era increíble.
            Kaiser se termina la hamburguesa y bebe un sorbo de leche.
            —No es para tanto. Yo también podría. —Arrastra hasta su lado de la mesa la hamburguesa de Miller y le da un bocado.
            —Pues venga —dice Lebowitz—. Inténtalo. No estoy pensando en lo que tú crees que estoy pensando.
            —Sí, sí que lo estás.
            —Ahora sí —dice Lebowitz—, pero antes no.
            —Yo no dejaría que una vidente se me acercara siquiera —dice Miller—. Cuanto menos sepas, mejor estás, al menos así lo veo yo.
            —Más filosofía casera de la cosecha privada de W. P. Miller —dice Lebowitz. Mira a Kaiser, que se está terminando la hamburguesa de Miller—. Venga, ¿por qué no? Yo estoy dispuesto, si tú quieres.
            Kaiser mastica como un rumiante. Traga y se limpia los labios con la lengua.
            —Pues sí —dice—. ¿Por qué no? Siempre que aquí al compañero no le importe.
            —Importarme ¿qué? —pregunta Miller.
            Lebowitz se levanta y se pone las gafas de sol.
            —No te preocupes por Miller. Miller es un hombre tranquilo. Miller mantiene la cabeza sobre los hombros cuando a su alrededor todo el mundo ha perdido la suya.
            Kaiser y Miller se levantan de la mesa y siguen a Lebowitz afuera. Lebowitz se endereza y los tres cruzan el aparcamiento.
            —En realidad yo casi preferiría que siguiéramos camino —dice Miller.
            Cuando llegan al jeep se para, pero Lebowitz y Kaiser continúan.
            —¡Eh, escuchad! Tengo que hacer muchas cosas —les dice sin que los otros se vuelvan—. Tengo que llegar a casa.
            —Ya sabemos lo destrozado que estás —le dice Lebowitz, y sigue andando.
            —No tardaremos nada —dice Kaiser.
            El perro ladra una vez y luego, cuando ve que pretenden ponerse al alcance de sus dientes, rodea el remolque corriendo. Lebowitz llama a la puerta. Ésta se abre y aparece una mujer de cara redonda con unos ojos oscuros y hundidos y unos labios carnosos. Tiene un ligero estrabismo; un ojo parece que está mirando algo situado a su lado, mientras que el otro mira a los tres soldados que están en la puerta. Tiene las manos cubiertas de harina. Es gitana; gitana de verdad. Es la primera vez que Miller ve gitanos de verdad, pero la reconoce como reconocería a un lobo si alguna vez se encontrara con uno. Su presencia le hace hervir la sangre en las venas. Si él viviera en este lugar, volvería por la noche con más hombres, gritando y con antorchas en la mano, y la echarían de allí.
            —¿Está de servicio ahora? —pregunta Lebowitz.
            Ella asiente, limpiándose las manos en la falda. Éstas dejan unos surcos blancos en el colorido patchwork.
            —¿Los tres? —pregunta.
            —¿Usted qué cree? —pregunta Kaiser. Habla en un tono extrañamente alto.
            La mujer vuelve a asentir y su ojo sano pasa de Lebowitz a Kaiser y de Kaiser a Miller. Se queda mirando a este último, sonríe, arroja una sarta de palabras inconexas e incomprensibles, o tal vez un hechizo, como si esperara que Miller lo entendiera. Tiene uno de los dientes delanteros completamente negro.
            —No —dice Miller—. Yo no, señora. Yo no. —Y niega con la cabeza.
            —Pasen —dice la mujer poniéndose a un lado. Lebowitz y Kaiser suben los escalones y desaparecen en el interior del remolque—. Pase —repite. Y moviendo sus manos todavía blanquecinas de harina le hace un gesto para que entre.
            Miller retrocede, sin dejar de agitar la cabeza.
            —Déjeme —le dice a la mujer, y antes de que ésta pueda contestar se vuelve y se aleja.
            Vuelve al jeep y se sienta al volante con las puertas abiertas para que entre el aire. Miller siente cómo el calor va absorbiendo la humedad de su ropa de faena. Huele a la lona mohosa del techo del jeep y a su cuerpo agrio. Al otro lado del parabrisas, que está cubierto de barro salvo por un par de sucios semicírculos situados en cada extremo, ve a tres chicos orinando solemnemente contra la pared de la gasolinera.
            Miller se inclina para aflojarse las botas. Peleando con los cordones húmedos se le agolpa la sangre en la cara y su respiración se acelera.
            —Joder con los cordones —dice—. Maldita lluvia.
            Consigue deshacer los nudos y se sienta derecho, jadeando. Mira al remolque. Maldita gitana.
            No puede creerse que esos dos idiotas hayan entrado de veras. Venga a largar y a hacer el tonto. Eso demuestra lo imbéciles que son, porque todo el mundo sabe que no se juega con los videntes. No hay forma de saber lo que podría decir un vidente, y una vez dicho ya no se puede impedir que suceda. Después de oír lo que te aguarda ahí fuera, deja de estar ahí fuera, está aquí dentro. Para eso también podrías abrirle la puerta a un asesino.
            El futuro. ¿Es que no sabía ya todo el mundo lo bastante del futuro sin tener que andar profundizando en los detalles? Sólo hay que saber una cosa sobre el futuro: todo va a peor. Sabido esto, lo sabes todo. Asusta pensar en los datos concretos.
            Miller no tiene intención de pensar en los datos concretos. Se quita los calcetines empapados y se da un masaje en los pies, cuya blanca piel está completamente arrugada por la humedad. De vez en cuando alza la vista y mira al remolque, en donde la gitana está vaticinando el destino de Kaiser y Lebowitz. Miller canturrea unas notas. No pensará en el futuro.
            Porque es verdad: todo va a peor. Un día estás sentado delante de tu casa metiendo palitos en un hormiguero, oyendo el tintineo de los cubiertos y las voces de tu madre y tu padre charlando en la cocina; y al día siguiente una de las voces ha desaparecido. Y no vuelves a oírla. El paso de hoy a mañana es una emboscada.
            Da miedo pensar en lo que te aguarda. Miller ya tiene una úlcera, y las muelas llenas de agujeros. Su cuerpo ha empezado a avisarlo. ¿Qué pasará cuando tenga sesenta años? ¿O incluso dentro de cinco? Hace unos días, Miller vio en un restaurante a un tío de su edad, más o menos, en una silla de ruedas; una mujer le daba cucharadas de sopa mientras hablaba con las otras personas sentadas a la mesa. Las manos del chico descansaban enroscadas sobre su regazo, como un par de guantes que alguien hubiera dejado allí por descuido. El pantalón se le había subido casi hasta la rodilla, dejando ver una pierna pálida, inservible, con la carne pegada al hueso. Apenas podía mover la cabeza. La mujer que le daba de comer estaba demasiado entretenida charloteando con sus amigos y apenas reparaba en dónde metía la cuchara. La mitad de la sopa iba a parar a la camisa del chico. Éste tenía, sin embargo, unos ojos brillantes y una mirada alerta. Miller pensó: «Eso podría sucederme a mí».
            Podías encontrarte estupendamente y de pronto un día, sin que hicieras nada especial, un fallo en la circulación sanguínea te afectaba una zona del cerebro. Dejándote así. Y si no te sucedía al instante, te acabaría sucediendo sin duda a la larga, lentamente. Ése era el fin al que estabas destinado.
            Miller moriría un día. Lo sabe y se enorgullece de saberlo cuando todos los demás sólo fingen que lo saben, porque en secreto creen que vivirán para siempre. Pero ésa no es la razón por la que cree que no se puede pensar en el futuro. Hay algo todavía peor que eso, algo que no se debe tener en cuenta y que él no tendrá en cuenta.
            No lo tendrá en cuenta. Miller se reclina en el asiento y cierra los ojos, pero todos sus esfuerzos por adormecerse fracasan; detrás de sus párpados está completamente espabilado, nervioso y triste, buscando en contra de su voluntad aquello que teme encontrar, hasta que no le sorprende encontrarlo. Una simple verdad. Su madre también va a morir. Como él. Y no se puede saber cuándo. Miller no puede dar por supuesto que estará esperándolo para recibir su perdón cuando él finalmente decida que ya la ha hecho sufrir bastante.
            Miller abre los ojos y mira las desnudas formas de los edificios al otro lado de la carretera, cuyos contornos se difuminan en la suciedad del parabrisas. Vuelve a cerrar los ojos. Oye su respiración y siente el dolor conocido, casi muscular, de saber que está fuera del alcance de su madre. Que se ha colocado donde su madre no puede verlo ni hablarle ni tocarlo de esa manera suya, poniéndole descuidadamente las manos en los hombros cuando pasa por detrás de donde está él sentado y le pregunta algo o sencillamente se para perdida en sus pensamientos. Se supone que ésta ha sido su forma de castigarla, pero en realidad se ha convertido en un castigo para él. Comprende que tiene que acabar con aquello. Lo está matando.
            Tiene que acabar con aquello, y como si llevara todo aquel tiempo planeando ese día, Miller sabe exactamente lo que hará. En lugar de dirigirse a la Cruz Roja al llegar a la base, preparará su petate y cogerá el primer autobús de vuelta a casa. Nadie le culpará por ello. Ni siquiera cuando descubran el error que han cometido, porque es lo natural en un hijo afligido por la muerte de su madre. En lugar de castigarlo, probablemente le pedirán disculpas por haberle dado semejante susto.
            Tomará el primer autobús, aunque no sea un exprés. Irá lleno de mexicanos y de soldados. Miller se sentará junto a una ventanilla y dormitará. De vez en cuando saldrá de sus ensoñaciones y contemplará las verdes colinas y la rica tierra de los sembrados y las estaciones en las que entra el autobús, unas estaciones envueltas en el humo de los tubos de escape y en el rugido de los motores, donde la gente al otro lado de la ventanilla le mirará atontada, como si también acabara de despertarse. Salinas. Vacaville. Red Bluff. Cuando llegue a Redding, Miller tomará un taxi. Le dirá al taxista que se pare en Schwartz y que le espere unos minutos mientras compra un ramo de flores, y luego continuará camino, bajando por Sutter hasta Serra, pasará por la discoteca, el instituto, la iglesia de los mormones. Torcerá a la derecha al llegar a Belmont. A la izquierda en Park. Inclinado entonces sobre el asiento delantero irá diciendo: «Un poco más allá, más allá, más allá, ahí, ésa de ahí es».
            El sonido de las voces en el interior cuando llama al timbre. Se abre la puerta, las voces se acallan. ¿Quién es toda esta gente? Hombres de traje, mujeres con guantes blancos. Alguien tartamudea su nombre; le suena extraño, casi olvidado. W-W-Wesley. Una voz masculina. Miller está en el umbral, huele a perfume. Entonces alguien le saca las flores de la mano y las deja con las otras en la mesita. Vuelve a oír su nombre. Es Phil Dove viniendo hacia él desde el otro extremo de la habitación. Avanza despacio, con los brazos extendidos, como un ciego.
            —Wesley —dice—. Gracias a Dios que ya has llegado.




















Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica, de Lorrie Moore

 Lorrie Moore

(Glens Falls, NY, 1957 –)


Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica (1997)

(“People Like That Are the Only People Here: Canonical Babbling in Peed Onk”)

Originalmente publicado en la revista The New Yorker (27 de enero de 1997, pág. 58);

Birds of America

(Nueva York: Alfred A. Knopf, Inc., 1998, 291 págs.)





Un principio, un final: parece no haber nada. Todo el asunto es como una nube que simplemente baja y en cuyo interior abunda la lluvia. Un principio: la Madre encuentra un coágulo de sangre en el pañal del Bebé. Pero ¿qué historia es ésta? ¿Quién puso esto aquí? Es grande y brillante, y tiene una vena de color caqui rota. Durante el fin de semana el Bebé tenía aspecto de encontrarse mal, apático, ausente y arcilloso. Pero hoy tiene buen aspecto: así pues ¿qué es esta cosa vistosa que contrasta con el blanco del pañal, como un corazón minúsculo de ratón envuelto en nieve? Quizá pertenezca a otra persona. Quizá sea algo menstrual, algo que es de la Madre o de la Canguro; algo que el Bebé ha encontrado en la papelera y por sus propias razones de bebé demente lo ha guardado aquí. ¡Los bebés están locos! ¿Qué le vas a hacer? En su mente, la Madre lo aparta de su cuerpecito y se lo pega a otra persona. Así. ¿Acaso eso no tiene más sentido?

       Sin embargo, llama a la consulta del hospital infantil. «Sangre en el pañal», dice, y con voz alarmada y perpleja, la mujer al otro lado de la línea dice: «Venga enseguida.»

       ¡Qué servicio más encantadoramente instantáneo! Di sólo «sangre». Di sólo «pañal». ¡Y mira lo que consigues!

       En la consulta, el pediatra, la enfermera, el jefe de residentes..., todos parecen menos alarmados y perplejos que simplemente perplejos. Al principio, de manera estúpida, la Madre se calma con eso. Pero pronto, además de mirar detenidamente y decir «Mmmm», el pediatra, la enfermera, el jefe de residentes están frunciendo la boca, azulada y prieta: flores matutinas conscientes del mediodía. Cruzan los brazos sobre el pecho enfundado en bata blanca, los descruzan y toman notas rápidamente. Ordenan una ecografía. De la vejiga y los riñones.

       —Aquí tiene la petición. Vaya al piso de abajo; doble a la izquierda.


       En Radiología, el Bebé en la camilla, inquieto, desnudo, apoyado en su Madre que le sujeta las piernas y la cintura para que no se mueva, y el frío estetoscopio del Radiólogo se mueve por la espalda del Bebé. El Bebé lloriquea, levanta la vista para mirar a la Madre. «Vámonos de aquí —suplican sus ojos—. Cógeme en brazos.» El Radiólogo para, congela uno de los muchos remolinos de gris oceánico y hace «clic» repetidamente, un solo momento dentro del mapa del tiempo largo y tenebroso que es el interior del Bebé.

       —¿Encuentran algo? —pregunta la Madre. El año anterior, a su tío Larry le habían extirpado un riñón por algo que resultó ser benigno. ¡Estas máquinas de la imagen! Son como perros o detectores de metales: lo encuentran todo, pero no saben qué han encontrado. Y ahí es donde entra el Cirujano. Son como los amos de los perros. «Dame eso —dicen al perro—. ¿Qué diablos es eso?»

       —El Cirujano hablará con usted —dice el Radiólogo.

       —¿Encuentran algo?

       —El Cirujano hablará con usted —dice de nuevo el Radiólogo—. Parece que hay algo, pero el Cirujano hablará de ello con usted.

       —Una vez mi tío tuvo algo en el riñón —dice la Madre—. Así que se lo extirparon y resultó que la cosa era benigna.

       El Radiólogo sonríe con una sonrisa de oreja a oreja que no presagia nada bueno.

       —Siempre es así —dice—. No sabes exactamente qué es hasta que está en el cubo.

       —En el cubo —repite la Madre.

       La sonrisa del Radiólogo cada vez es más terroríficamente generosa: ¿acaso es posible?

       —Es jerga de médicos —dice.

       —Qué gracioso —dice la Madre—. Es una manera de hablar muy graciosa. —Remolinos de bilis y sangre, mostaza y granate en un cubo, los colores de la bandera africana o de un bufet de ensaladas exuberante: «en el cubo». Se lo imagina perfectamente.

       —El Cirujano vendrá a verla enseguida —dice de nuevo. Alborota el pelo rizado del Bebé—. Qué niño más mono —dice.


       —Vamos a ver —dice el Cirujano en una de las salas del consultorio. Ha entrado, luego ha salido y luego ha vuelto a entrar. Tiene facciones duras y fruncidas, huesos angulosos y un bronceado de jugar a tenis en las Bermudas. Cruza las piernas de algodón azul. Lleva zuecos.

       La Madre sabe que su cara es una gran bola de masa blanca de preocupación. Aún lleva puesto el anorak largo y oscuro y tiene al Bebé en brazos, que le ha puesto la capucha, porque siempre le divierte hacerlo. Aunque en ciertas mañanas de viento le gustaría pensar que tiene un aspecto vagamente romántico, como una Mujer del teniente francés de la Pradera, en los momentos más cuerdos sabe que no es verdad. En absoluto. Sabe que tiene un aspecto ridículo: como uno de esos animales hechos de globos retorcidos. Se baja la capucha y desliza un brazo fuera de la manga. El Bebé quiere levantarse y jugar con el interruptor de la luz. No para de moverse, se agita y lo señala.

       —Ultimamente le ha dado por las luces —explica la Madre.

       —Está bien —dice el Cirujano, asintiendo con la cabeza hacia el interruptor—. Déjele jugar.

       La Madre avanza hasta ponerse junto al interruptor, y el Bebé comienza a encender y a apagar las luces, las enciende y las apaga.

       —Lo que tenemos aquí es un tumor de Wilms —dice el Cirujano de repente hundido en la oscuridad. Dice «tumor» como si fuera la cosa más normal del mundo.

       —¿Wilms? —repite la Madre. La habitación se ha incendiado rápidamente otra vez con la luz, luego se borra la luz y queda la oscuridad. Entre ellos tres se produce un largo silencio, como si fuera de repente plena noche—. ¿Se escribe con ge o con doble uve? —dice finalmente la Madre. Es escritora y maestra. Saber cómo se escribe puede ser importante, quizás incluso en un momento como ese, aunque ella nunca había estado en un momento como ese, así que hay barbarismos que podría decir sin saberlo.

       Las luces se han encendido: el mundo está apagado y desprotegido.

       —Con doble uve —dice el Cirujano—. Creo. —Las luces se apagan de nuevo, pero el Cirujano sigue hablando en la oscuridad—. Un tumor maligno en el riñón izquierdo.

       Espere un momento. No siga. El Bebé es sólo un bebé, alimentado de compota de manzana orgánica y leche de soja ¡un principito! y estaba tan cerca de ella durante la ecografía. ¿Cómo puede tener esa cosa terrible? Debe de haber sido el riñón de ella. Un riñón de la década de los cincuenta. Un riñón DDT. La Madre se aclara la garganta.

       —¿No es posible que haya salido mi riñón en la ecografía? Es que nunca he oído hablar de un bebé con un tumor y, francamente, yo estaba muy cerca de él. —Ella haría que la sangre fuera suya, que el tumor fuera suyo; todo sería un error absurdo y traicionero.

       —No, eso no es posible —dice el Cirujano. Las luces vuelven a encenderse.

       —Ah, ¿no? —dice la Madre. Espérate hasta que «esté en el cubo», piensa ella. No estés tan seguro. «¿Tenemos que esperar a que esté en el cubo para descubrir que han cometido un error?»

       —Comenzaremos con una nefrectomía total —dice el Cirujano, e inmediatamente vuelve a estar envuelto en la oscuridad. Su voz no viene de ningún lugar y viene de todos los lugares a la vez—. Y seguiremos con la quimioterapia. Estos tumores normalmente reaccionan muy bien a la quimioterapia.

       —Nunca he oído decir que a los bebés se les dé quimioterapia —dice la Madre. «Bebé y Quimio», piensa: ni siquiera tendrían que aparecer juntos en la misma frase, ni mucho menos en la misma vida. En su otra vida, la vida de antes de ese día, ella había sido partidaria de la medicina alternativa. ¿Quimioterapia? Ni pensarlo. Ahora, de repente, la medicina alternativa parecía la solterona chiflada al lado del Gran Papá Agradable del Tratamiento Convencional. Con qué rapidez la vieja chica se desploma para ceder el paso a otra que la deja allí, sin más. ¿Quimio? ¡Por supuesto que quimio! Sin lugar a dudas, quimio. ¡Claro que sí! ¡Quimio!

       El Bebé vuelve a dar un golpecito al interruptor para encenderlo y reaparecen las paredes, grandes trozos de luz cuadriculados con pequeñas acuarelas enmarcadas del lago del lugar. La Madre ha comenzado a llorar: todo en la vida la ha conducido hasta aquí, a este momento. Después de esto, ya no hay más vida. Hay otra cosa, algo que te hace tropezar y es inhóspito, algo mecánico, algo para los robots, pero no es la vida. La vida se la han llevado y la han roto, rápidamente, como un palo. La habitación vuelve a oscurecerse, de modo que la Madre puede llorar con más libertad. ¿Cómo puede el cuerpo de un bebé ser robado tan rápidamente? ¿Cuánto puede aguantar un niño confiado y caído del cielo? ¿Por qué no le han ahorrado este destino inconcebible?

       Quizá, piensa, está siendo castigada: demasiadas canguros demasiado pronto. (¡Ven con Mamá! ¡Ven con Mamá-Canguro! ¡Pero era broma!) Quizá su vida mostrara demasiado abiertamente lo difícil que ha sido para ella el disfraz de la responsabilidad, con peluca y todo. Habían tomado nota de todos sus sentimientos antimaternales: la esperanza precipitada de que la siesta durara más; los deseos ocasionales de besarlo en la boca apasionadamente (¡darse el lote con su bebé!); las quejas continuas acerca del vocabulario de la maternidad, de cómo lograba degradar al que lo utilizaba (¿Es un guauguau? ¡Si, babo, tírale la tota!) Por otra parte, en tres ocasiones había usado los biberones del bebé como floreros. Y en otras dos dejó que los oídos del Bebé se llenaran de cera. El mes pasado, varios días, a la hora del aperitivo, había puesto un cuenco con Cheerios en el suelo para que se los comiera, como un perro. Le dejó jugar con la aspiradora pequeña. Sólo una vez, antes del parto, dijo: «¿Salud? Yo sólo quiero que el niño sea rico.» Era una broma, por el amor de Dios. Después de que naciera anunció que su vida se había convertido en una secuencia diaria de tareas monótonas que te destruyen el cerebro, las mismas una y otra vez, como una novela de Camus. ¡Otra broma! ¡Estas bromas te van a matar! Había contado muy a menudo, y con mucho placer, el cuento de cómo el Bebé había dicho «Hola» a la trona, había saludado agitando la mano a las olas del lago, había gritado «Rico, rico, rico» con lo que parecía ser acento ruso, y se había señalado el ojo y había dicho «Ajo». Y todo ese lenguaje infantil disparatado, ¿no era para morirse de risa? «Balbuceo», lo llamaban los expertos en lenguaje. Contaba largas historias sobre él, y se daba cuenta de que eran totalmente inventadas. Las adornaba; las aderezaba con más información; las exageraba. ¡Era muy cómico! A sus amigos les hablaba de sus hábitos alimenticios (zanahorias sí; atún no). Mencionaba, demasiado, su divertídísima risa tonta. ¿Tenía que ser tan aburrida? ¿No tenía consideración por los demás, por las exigencias intelectuales y de cortesía de la sociedad humana? ¿Ni siquiera trataría de ser más interesante? Era un crimen contra la mente humana ni siquiera intentarlo.

       Ahora a su Bebé, por todas esas razones (falta de gratitud maternal, juicio maternal, proporción maternal), se lo iban a llevar.

       La habitación arde nuevamente con fluorescencia. La Madre rebusca por su anorak y saca un pañuelo de papel. Es viejo y fino, como una flor aplastada que guardamos de un baile; se frota los ojos y la nariz.

       —El Bebé no sufrirá tanto como usted —dice el Cirujano.

       ¿Y quién lo va a contradecir? El Bebé no, que con su voz eslava de Betty Boop sólo puede decir mamá, papá, agua, ajo, adiós, fuera, mimi-mimi, rico-rico, edu-edu y coche. (¿Quién es Edu? No tienen ni idea.) Esto no bastará para expresar su sufrimiento mortal. ¿Quién puede decir lo que hacen los bebés con su agonía y su horror? Ellos no. (El balbuceo infantil, ¿no era para morirse de risa?) Ponen todo el horror en un lugar que nadie puede ver. Son como una raza diferente, una especie diferente: parecen no experimentar el dolor como lo hacemos nosotros. Sí, eso es: no tienen el sistema nervioso tan completamente formado, y simplemente «no experimentan el dolor del modo en que lo hacemos nosotros». Una melodía para tararear sin parar en la guerra.

       —Usted lo superará —dice el Cirujano.

       —¿Cómo? —pregunta la madre—. ¿Cómo se supera?

       —Resígnese y siga adelante —dice el Cirujano. Coge el archivador. Es un trabajador manual hábil. El delicado asunto de las emociones no es de su agrado. Los bebés. ¡Los bebés! ¿Qué se puede decir sobre los bebés para consolar a los padres?—. Voy a llamar al oncólogo de guardia para avisarle —dice y se va de la habitación.

       —Ven aquí, cariño —dice la Madre al Bebé, que ha ido bamboleándose hasta un envoltorio de chicle que hay en el suelo—, tenemos que ponerte la chaqueta. —Lo coge en brazos y él se acerca otra vez al interruptor de la luz. Luz, oscuridad. No está: ¿dónde está el niñito? ¿Dónde se fue?


       En casa, deja un mensaje (¡Es urgente! ¡Llámame!) para el Maridó en el buzón de voz. Luego se lleva al Bebé al piso de arriba para que duerma la siesta y lo mece en el balancín. El Bebé dice adiós con la mano a los ositos, luego mira hacia la ventana y dice: «Adiós, afuera.» Últimamente tiene la costumbre de despedirse de todo, y ahora parece como si sintiera una partida inminente, y rompe el corazón oírlo. Adiós. Ella le canta en voz baja y monótonamente, como un electrodoméstico pequeño, que es como a él le gusta. Está adormilado, amodorrado, como dejándose llevar por el sueño. Durante el último año ha crecido mucho, ya casi no cabe en su regazo; sus extremidades cuelgan como una pieta. La cabeza rueda levemente hacia la parte interna del codo de la Madre. Siente cómo se adormece, la boca redonda y abierta como la más dulce de las amapolas. Todas las canciones de cuna del mundo, todas las melodías enhebradas con melancolía maternal, ahora se convertían para ella (abandonada como lo puede estar una madre por hombres trabajadores y niños de pañales) en canciones de dolor muy, muy intenso. Sentada allí, arqueada y meciéndose, la Madre siente la totalidad de su amor como preocupación y sufrimiento. Una alquimia rápida e irrevocable: ya no hay ni un solo trozo de despreocupación dejado a la felicidad. «Si te vas —se lamenta en voz baja en el cuello de él con olor a jabón y en el espiral ranunculáceo de su oreja—, nos vamos contigo. No somos nada sin ti. Sin ti, somos un montón de rocas. Somos grava y moho. Sin ti somos como dos muñones, sin nada ya en nuestros corazones. Adonde sea que te lleve esto, te seguiremos. Estaremos allí. No tengas miedo. Nosotros vamos contigo. Eso es.»


       —Toma nota —dice el Marido, después de llegar directo a casa desde el trabajo, a media tarde, después de oír las noticias y de decir todas las palabras en voz alta: cirugía, metástasis, diálisis, transplante; y después de desmoronarse en una silla y ponerse a llorar—. Toma nota. Vamos a necesitar el dinero.

       —Dios mío —llora la Madre. En su interior, de repente, todo comienza a encogerse y reducirse, como si los huesos se le hicieran más finos. Quizá sea la preparación del soldado, pero tiene el tufo de la muerte y la derrota. Es como un ataque al corazón, un fracaso de la voluntad y del coraje, un fracaso del poder: un fracaso de todo. La cara, cuando se la ve de pasada en un espejo, está fría y abotargada de la impresión; los ojos, escarlatas y encogidos. Ya ha comenzado a ponerse gafas de sol dentro de casa, como una viuda de famoso. ¿De dónde le van a venir las fuerzas? ¿De alguna filosofía? ¿De alguna filosofía gélida y pequeña? No es ni inquebrantable ni realista, y tiene problemas con los conceptos básicos, como el que dice que los acontecimientos avanzan en una sola dirección y no saltan, ni se dan la vuelta ni vuelven atrás.

       El Marido comienza demasiadas frases con «Y si». Trata de reconstruirlo todo como si fueran los restos de un accidente de tren. Trata de llevar el tren a la ciudad.

       —Seguiremos todos los pasos y ya está, pasaremos por todas las etapas. Iremos donde tengamos que ir. Buscaremos; encontraremos; pagaremos lo que tengamos que pagar. ¿Y si no podemos pagar?

       —Parece como si estuvieras comprando.

       —No puedo creer que esto le esté pasando a nuestro niño —dice, y comienza otra vez a llorar—. ¿Por qué no nos ha pasado a uno de nosotros? Es tan injusto. Hace sólo una semana, el médico me dijo que estaba estupendamente de salud: la próstata de un veinteañero, el corazón de un niño de diez años, el cerebro de un insecto, o de lo que sea que dijera. Pero qué pesadilla es ésta.

       ¿Qué se puede decir? Te das la vuelta ligeramente y ahí está: la muerte de tu hijo. Es parte símbolo, parte diablo, son ángulos muertos del retrovisor, hasta que, si tienes mala suerte, es asunto exclusivamente tuyo. A continuación hay un pequeño y terrible país que te secuestra; te sujeta en su interior, como una casa a una bodega: tus mejores fronteras son sus fronteras. ¿Hay ventanas? ¿A veces no hay ventanas?


       La Madre no es compradora. Odia comprar y en general es bastante mala, aunque le gusta bastante regatear. No puede pasearse de manera significativa por el enfado, la negación, la pena profunda y la aceptación. Se va directa al regateo y se queda allí. ¿Cuánto es?, le pregunta al techo, a una construcción improvisada de santidad que desesperadamente, aunque no muy creativamente, se ha montado en la cabeza y a la que reza; escéptica, antes nunca dada a la oración, ahora debe cosechar de lo que no ha sembrado; debe construir desde cero un altar de adoración y ruegos. Trata de imaginarse abstracciones nobles, nada demasiado antropomórfico, solamente una Moralidad Elevada, aunque esta Elevación en concreto se parezca un poco al encargado de Marshall Field’s, los grandes almacenes, chupando un caramelo de menta, que así sea. Amén. Sólo dime lo que quieres, pide la Madre. ¿Y cómo lo quieres? ¿Más obras de caridad? Ahora mismo doy mil millones ¿Pensamientos caritativos? Más difícil, ¡por supuesto! Yo haré las comidas, cariño; yo pagaré el alquiler. Dímelo y ya está. ¿Cómo dices? Bueno, si no es a ti, ¿con quién hablo? ¿Hola? ¿Con quién tengo que hablar por aquí? ¿Con los de arriba? ¿Con un superior? ¿Que me espere? Puedo esperar. Tengo todo el día. Tengo todo el maldito día.

       Ahora el Marido está junto a ella tendido en la cama.

       —El pobre angelito podría sobrevivir a todo esto para matarse en un accidente de coche a los diecisiete años —dice.

       La esposa, regateando, lo considera.

       —Nos llevamos el accidente de coche —dice.

       —¿Qué?

       —¿Hagamos un Trato? ¡Dieciséis! ¡Es toda una vida! ¡Nos llevamos el accidente de coche! ¡Nos llevamos el accidente de coche delante de donde está Carol Merrill!

       Ahora aparece de nuevo el encargado de Marshall Field’s. «Quitar las sorpresas es quitarle la vida a la vida», dice.

       Suena el teléfono. El Marido se levanta y sale de la habitación.

       —Pero yo no quiero esas sorpresas —dice la Madre—. ¡Toma! ¡Aquí tienes las sorpresas!

       «Conocer el relato con antelación es convertirte en una máquina —continúa el encargado—. Lo que hace humanos a los humanos es precisamente no conocer el futuro. Por eso hacen las cosas funestas y divertidas que hacen: ¿quién sabe cómo acabará todo? Allí está la única esperanza de redención, descubrimiento y, seamos francos ¡diversión, diversión, diversión! Habría cosas que la gente se llevaría. Y no sólo toallas del hotel. Habría grandes amores ilícitos, alegría duradera, accidentes con maquinaria agrícola que pondrían en entredicho la fe. Pero no tienes que saber para ver lo que las historias de los esfuerzos de tu vida te deparan. El misterio lo es todo.»

       La Madre, aunque tímida, ha aprendido a enfrentarse.

       —¿Estas son las estupideces falsas y aleatorias que enseñan en la escuela de comercio? Nos gustaría que hubiera menos sorpresas, menos esfuerzos y misterios, gracias. De párvulos a octavo, ¿no podemos quedarnos con el trozo de párvulos a octavo? —En ese momento le parece la frase más musical, más preciosa, más afortunada que ha oído. Su mera cadencia. Su mero pensamiento.

       El encargado continúa probando cosas.

       «Quiero decir, todo el concepto de “la historia” de la causa y el efecto, toda idea de que la gente tiene la clave para saber cómo funciona el mundo es puro colonialismo metafísico risible perpetrado sobre el país salvaje del tiempo.»

       ¿Tenían una pistola? La Madre comienza a rebuscar en los cajones.

       El Marido vuelve a la habitación y la observa.

       —¡Ja! ¡Qué Gran Confusión es el Rompecabezas de toda la Vida! —dice él de la política de los encargados de Marshall Field's. Acaba de terminar las llamadas a la compañía de seguros y al hospital. La operación es el viernes—. Todo esto es una idea de filosofía capitalista y sucia.

       —Quizá sólo sea un hecho del relato y en verdad no se pueda politizar —dice la Madre—. Ahora estamos los dos solos.

       —¿De qué lado estás?

       —Estoy del lado del Bebé.

       —¿Tomas notas de esto?

       —No

       —¿No?

       —No, no puedo. ¡De esto no! Escribo ficción. Esto no es ficción.

       —Pues escribe no-ficción. Escribe un artículo. Gana dos dólares la palabra.

       —Pero entonces tiene que ser algo verídico y lleno de información. No estoy capacitada. No soy tan experta. Además, tengo un oportuno principio personal que dice que los artistas no deben abandonar su arte. Uno nunca debe darle la espalda a una imaginación fértil. Incluso todo el asunto de la memoria me molesta.

       —Bueno, pues invéntate cosas y finge que son reales.

       —No soy tan insegura.

       —Me estás poniendo nervioso.

       —Cariño, amor mío, no soy tan buena. No puedo hacerlo. Yo puedo..., ¿qué puedo describir? Puedo describir un diálogo telefónico casi divertido. Puedo describir descripciones sucintas del tiempo. Puedo describir excursiones excéntricas con el animal de la familia. A veces puedo hacer esas cosas. Cariño, sólo escribo lo que puedo. Escribo las ironías prudentes de la fantasía. Escribo las ideas pantanosas sobre las cuales está construida la vida privada. ¿Pero esto? ¿Nuestro niño con cáncer? Lo siento. Me tenía que bajar dos paradas antes. Esto es la ironía en su estilo más chabacano y descuidado. Es un Bosco a todo color con sangre y gráficos. Es una pesadilla de porquería narrativa. Esto no se puede proyectar. Esto no se puede ni siquiera anotar para preparar un proyecto...

       —Vamos a necesitar el dinero.

       —Por no decir nada de los límites morales de una recompensa pecuniaria en una situación así...

       —¿Qué pasa si se le contagia al otro riñón? ¿Qué pasa si hay que hacerle un trasplante? ¿Dónde están ahí los límites morales? ¿Qué vamos a hacer? ¿Nos ponemos a vender pasteles en la calle?

       —Podemos vender la casa. Odio esta casa. Me vuelve loca.

       —Y viviremos, dónde, si se puede saber.

       —En el sitio ese que se llama Ronald McDonald. He oído decir que está bien. Es lo mínimo que pueden hacer los del McDonald’s.

       —Tienes un sentido de la justicia muy entusiasta.

       —Eso trato. ¿Qué puedo decir? —se detiene un momento—. ¿Todo esto ocurre de verdad? Todo el rato pienso que pronto pasará (por lo visto, la esperanza de vida de una nube es sólo de doce horas) y luego me doy cuenta de que ha ocurrido algo que no terminará nunca.

       El Marido hunde la cara entre las manos.

       —Pobre Bebé nuestro. ¿Cómo le ha ocurrido esto a él? —Dirige la vista hacia la estantería que hace las veces de mesita de noche y se queda con la mirada fija—. ¿Y crees que al menos alguno de los libros de bebés sirve de algo? Coge el Leach, el Spock, el Qué se puede esperar... ¿En qué página o índice de uno de estos libros dice «quimioterapia» o «catéter Hickman» o «sarcoma renal»? ¿Dónde dice «carcinogénesis»? ¿Sabes con qué están obsesionados estos libros? Con coger una cuchara de mierda. —Comienza a estrellar los libros de la mesilla de noche contra la pared de enfrente.

       —Eh —dice la Madre tratando de calmarlo—. Eh, eh, eh. —Pero en comparación con su rugido lleno de furia, las palabras de ella son las del coro de acompañamiento («a Shondel, a Pip, una cancioncilla du-du»). Libros, y luego más libros siguen volando.


       Toma Apuntes.

       Capa caída ¿se escribe junto o separado? La prosa de los estudiantes le había destruido la ortografía.

       Se escribe junto. Capacaída. Separado: Capa caída. ¿Cuál de las dos? El nombre de una drag queen.


       Toma Apuntes. Al final, sufres solo. Pero al principio sufres con mucha otra gente. Cuando tu hijo tiene cáncer, instantáneamente te sientes como si te echaran a otro planeta: al de los niños pequeños calvos. Oncología Pediátrica. Onco Pediátrica. Te lavas las manos durante treinta segundos con jabón antibacterias antes de que se te permita entrar por las puertas de vaivén. Te pones fundas de papel en los zapatos. Bajas la voz. Se ha diseñado y decorado todo un lugar para tu pesadilla. Aquí es donde transcurrirá tu pesadilla. Tenemos una habitación lista para ti. Tenemos cunas. Tenemos neveras. «Casi todos los niños son varones —dice una de las enfermeras—. Nadie sabe por qué. Se ha documentado, pero mucha gente de allí fuera aún no lo comprende.» Todos los niños son de lugares con nombres melodiosos (Janesville y Appleton), pequeñas ciudades de interior con vertederos gigantes, residuos líquidos agrícolas, fábricas de papel, la tumba de Joe McCarthy («Sólo esto es ya un yacimiento de gran toxicidad —piensa la Madre—. Se tendría que examinar la tierra»).

       Todos los niños pequeños calvos parecen hermanos. Pasean arriba y abajo por el único pasillo con el suero intravenoso. Los que están más animados, porque por un día se encuentran bien, conducen el suero por la barra mientras que sus madres alegres y grandes les silban por las salas. ¡Fiuuuu!


       La Madre no se siente ni grande ni alegre. Por dentro se siente mordaz, sarcástica, esquelética y fumadora compulsiva en una salida de emergencias de algún lugar. Por debajo de ella están las suaves ondulaciones del Medio Oeste, con todas las aspiraciones por ser..., ¿por ser, qué? Por ser Long Island. ¡Qué éxito ha tenido! Un centro comercial tras otro. Aguas pálidas, patatas envenenadas. La Madre se arrastra profundamente, suelta nubes de humo sobre los campos de maíz desfigurados. Cuando un bebé tiene cáncer, incluso parece hasta estúpido haber dejado de fumar. Cuando un bebé tiene cáncer, piensas, ¿de quién nos estamos burlando? Pongámonos todos a encender cigarrillos. Cuando un bebé tiene cáncer, piensas, ¿a quién se le habrá ocurrido la idea? ¿Qué desenfreno celestial dio lugar a esto? Ponme una copa para que me pueda negar a brindar.

       La Madre no sabe cómo ser una de esas madres, con el pelo rubio, los pantalones de chándal y las zapatillas de deporte, decididamente agradables. No cree que pueda ser nada por el estilo. No se siente ni remotamente como ellas. Conoce, por ejemplo, demasiada gente de Greenwich Village. Pide ostras y tiramisú por correo electrónico a una tienda del Soho. Es buena amiga de cuatro homosexuales de verdad. Su marido le pide que Tome Apuntes.

       Esas mujeres, ¿de dónde sacarán los pantalones de chándal? Lo va a descubrir.

       Quizá comenzará con la ropa y trabajará a partir de ahí.

       Vivirá de acuerdo con los lugares comunes. Hay que vivir el día a día. Hay que ser positivo. «¡Hay que irse a hacer puñetas!» Desearía que hubiera más cosas interesantes que fueran útiles y ciertas, pero ahora parece que sólo las cosas aburridas son útiles y ciertas. «Vive el día a día.» «Y al menos nos queda la salud.» Qué ordinario. Qué obvio. Vive el día a día. ¿Te hace falta cerebro para eso?


       Mientras que el Cirujano es de buena planta, majestuoso y lacónico (han acertado al suponer que juega a dobles), en el Oncólogo hay algo de científico loco con exceso de cafeína. Habla rápido. Conoce muchos estudios y cifras. Se le da bien llegar a conclusiones a partir de cifras. ¡Estupendo! A alguien se le tienen que dar bien las cifras.

       —Es un tumor rápido pero débil —explica—. Es típico que haga metástasis en el pulmón. —Les recita de un tirón cifras, cuadros de tiempos, estadísticas de riesgos. Rápido pero débil: la Madre trata de imaginarse esa combinación de características, trata de pensar en ello una y otra vez, y sólo le viene a la cabeza Claudia Osk en cuarto curso, que enrojecía y casi se ponía a llorar cuando en clase la hacían salir a la pizarra, pero que en gimnasia adelantaba a todo el mundo en la carrera de 500 metros, desde la salida de incendios hasta la verja. De pronto, la Madre piensa en el tumor como en Claudia Osk. Van a coger a Claudia Osk, van a hacer que lo sienta. ¡Muy bien! Claudia Osk debe morir. Aunque nunca se había mencionado, ahora parece claro que Claudia Osk tendría que haber muerto hacía tiempo. De todos modos, ¿quién era? Qué creída: nunca dejaba que nadie le ganara la carrera. Bueno, eh, eh, eh, ¡ahora no mires, Claudia!

       —¿Estás escuchando? —dice el Marido dándole con el codo.

       —El riesgo de que esto ocurra, incluso en un solo riñón, es de uno entre quince mil. Ahora bien, teniendo en cuenta todos los demás factores, el riesgo del segundo riñón es de uno entre ocho.

       —Uno entre ocho —dice el Marido—. No está mal. Siempre y cuando no sea uno entre quince mil.

       La Madre observa los árboles y los peces de la cenefa Salvemos el Planeta que va por todo el borde del techo. Salvemos el Planeta. ¡Sí! Pero las ventanas de este mismísimo edificio no se abren y los gases de motor Diesel se están colando por el sistema de ventilación, cerca del cual se encuentra, aparcado fuera, un camión de transportes. El aire es nauseabundo y está viciado.

       —En serio —dice el Oncólogo—, de todos los cánceres que podría tener, éste es probablemente el mejor.

       —Ganamos —dice la Madre.

       —Ya sé que mejor no es la palabra indicada. Mirad, probablemente no os venga mal descansar un poco. A ver cómo va la cirugía y la histología. Luego, la semana siguiente, comenzaremos con la quimioterapia. Una quimioterapia suave y cortita: vincristina y...

       —¿Vincristina? —interrumpe la Madre—. ¿Vino de Cristo?

       —Los nombres son extraños, ya lo sé. Lo otro que usamos es actinomicina-D, a veces también lo llaman «Dactinomicina». La gente pone la D al principio.

       —La gente pone la D al principio —repite la Madre.

       —Pues sí —dice el Oncólogo—. No sé por qué, se hace y ya está.

       —Cristo no sobrevivió a su vino —dice el Marido.

       —Pues claro que sí —dice el Oncólogo, y asiente con la cabeza en dirección al Bebé, que ha encontrado un armario lleno de hilos y vendajes y lo está tirando todo por el suelo—. Bueno, os veré mañana después de la operación. —Y el Oncólogo se fue.

       —O más bien Cristo era su vino —dice el Marido entre dientes. Todo lo que sabe del Nuevo Testamento lo ha sacado de la banda sonora de Godspell. Su sangre era el vino. Qué gran idea de bebida.

       —Una pequeña quimioterapia. ¿No te gusta? —dice la Madre—. Eine kleine dactinomicina. Me gustaría ver a Mozart escribiendo eso por un buen fajo de billetes.

       —Ven aquí, cariño —dice el Marido al Bebé, que ahora se ha quitado los dos zapatos.

       —Ya es bastante desagradable cuando se refieren a la ciencia médica como a una ciencia inexacta —dice la Madre—. Pero cuando comienzan a hablar de ella como de un «arte» me pongo muy nerviosa.

       —Sí, si quisiéramos arte, doctor, nos iríamos a un museo. —El Marido coge al Bebé—. Tú eres una artista —dice a la Madre, con una mácula de acusación en la voz—. Probablemente piensen que encuentras la creatividad tranquilizadora.

       —Sólo la encuentro inevitable —dice la Madre con un suspiro—. Vamos a buscar algo de comer.

       Y a continuación cogen el ascensor hacia la cafetería, donde hay una silla alta, y donde, sin darse cuenta, todos comen manzanas con la etiqueta del precio pegada.


       Como la operación no es hasta el día siguiente, al Bebé le gusta el hospital. Le encantan los pasillos largos por donde puede correr. Le gusta todo lo que tenga ruedas. ¡Los carritos de flores en el vestíbulo! («Por favor, aparte a su hijo de las flores», dice el vendedor. «Le compraremos todo el carrito —dice la madre bruscamente, y añade—: Niños de verdad en un hospital de niños, increíble, ¿no le parece?») Al Bebé le gustan los demás niños pequeños. ¡Cuántos sitios donde ir! ¡Gente que ver! ¡Salas por las que pasearse! Está Cuidados Intensivos. Está el Servicio de Traumatología. El Bebé ríe y dice adiós agitando la mano. ¡Qué pequeña personalidad con cáncer! Ciudadanos vendados sonríen y le devuelven el saludo. En Onco Pediátrica están los niños pequeños calvos con los que jugar. Joey, Eric, Tim, Mort y Tod (¡Mort! ¡Tod!). Está Ned, de cuatro años, sujetando su pelota de goma un poco desinflada, que tiene una enigmática nariz enroscada. El Bebé quiere jugar con ella.

       —Es mía. Déjala —dice Ned—. Dile al Bebé que la deje.

       —Cariño, tienes que compartir —dice la Madre desde una silla a poca distancia.

       De repente, viene de la sala Tiny Tim la madre de Ned, grande y rubia y con pantalones de chándal.

       —¡Para! ¡Para ahora mismo! —grita acercándose a toda prisa al Bebé y a Ned, y aparta al Bebé—. ¡No toques eso! —grita furiosa al Bebé, que es sólo un Bebé y se echa a llorar porque nunca le habían gritado de esa manera.

       La madre de Ned fulmina con la mirada a toda la gente.

       —¡Esto saca líquido del hígado de Ned! —Le da unas palmaditas a la cosa de goma y comienza a llorar un poco.

       —Oh, Dios mío —dice la Madre. Consuela al Bebé, que también está llorando. Ella y Ned, las únicas dos personas con los ojos secos, se miran—. Lo siento —dice a Ned y luego a su madre—. Qué estúpida soy, pensé que estaban peleándose por un juguete.

       —Es verdad que parece un juguete —asiente Ned. Sonríe. Es un ángel. Todos los niños pequeños son ángeles. Angelitos calvos, tiernos, totales, y ahora Dios trata de quedárselos para él. ¿Quiénes son ellas, simples mujeres mortales, ante esto, esa cosa inescrutable, sobrecogedora y poderosa que es la voluntad de Dios? Son las madres, eso es lo que son. ¡No te lo puedes quedar!, gritan todos los días. ¡Viejo verde! ¡Fuera de aquí! ¡Quítales las manos de encima!

       —De verdad que lo siento —dice la Madre nuevamente—. No lo sabía.

       —Claro que no lo sabías —responde y se vuelve a la sala Tiny Tim.


       La sala Tiny Tim es un rincón con asientos que está al final del pasillo de Onco Pediátrica. Hay dos sofás pequeños, una mesa, una mecedora, una televisión y un aparato de vídeo. Hay varias cintas de vídeo: Speed, Dune, La guerra de las galaxias. En una de las paredes de la sala hay una placa dorada en la que está grabado el nombre del cantante Tiny Tim: en una ocasión a su hijo lo trataron en ese hospital, por lo que cinco años atrás donó dinero para esa sala. Es una sala estrecha y pequeña, la cual, uno sospecha, habría sido mayor si el hijo de Tiny Tim en efecto hubiera vivido. En cambio, murió aquí, en este hospital, y ahora tienen esta sala minúscula que es en parte gratitud, en parte generosidad, en parte «que te jodan».

       Rebuscando entre las cintas de vídeo, la Madre se pregunta qué clase de ciencia ficción podría competir con la ciencia ficción del cáncer: un tumor con sus células musculares y óseas diferenciadas, un montón de nada salvaje y su deseo loco y ambicioso de ser algo: algo dentro de ti, en vez de tú, otro organismo, pero con arquitectura de monstruo, sabotaje de demonio y caos. Por ejemplo la leucemia, un tumor que toma diabólicamente forma de líquido, que viaja de incógnito por la sangre. George Lucas, ¡dirige eso!

       Sentada con otros padres en la sala Tiny Tim, la noche antes de la operación, después de haber puesto a dormir al Bebé en la cuna alta de acero, dos habitaciones más allá, la Madre comienza a oír las historias: leucemia en párvulos, sarcomas en el campeonato infantil de béisbol, neuroblatomas descubiertos durante la acampada de verano. «Eric resbaló en la tercera base, pero el rasguño nunca se le curó.» Los padres se dan palmaditas en el antebrazo y hablan de otros hospitales infantiles como si se tratara de lugares donde ir de vacaciones. «¿El invierno pasado estuvisteis en Saint Jude? Nosotros también. ¿Qué os pareció? El personal era un encanto.» Se han dejado trabajos, se han hecho trizas matrimonios, se han saqueado cuentas bancarias; al parecer los padres han soportado lo insoportable. No hablan de la posibilidad de un coma causado por la quimioterapia sino del número de ellos. «Tuvo el primer coma el julio pasado —dice la madre de Ned—. Estábamos muertos de miedo, pero salimos adelante.»

       Lo que hace la gente por allí es salir adelante. Hay una especie de valentía en sus vidas que en absoluto es valentía. Es algo automático, inquebrantable, una mezcla de hombre y máquina, una obligación incuestionable y absorbente que se encuentra con la enfermedad, movimiento a movimiento, en un ajedrez gigante en que cada vez que uno mueve, el otro también lo hace: un asalto sin fin de algo que se parece a boxear con un adversario imaginario, aunque entre el amor y la muerte, ¿qué es lo imaginario? «Todo el mundo nos admira por nuestra valentía —dice un hombre—, no tienen idea de lo que están diciendo.»

       «Podría salir de aquí —piensa la Madre—. Podría coger un autobús e irme, y nunca volver. Cambiarme de nombre. Como el asunto de la protección de testigos.»

       —La valentía requiere opciones —añade el hombre.

       Eso sería mejor para el Bebé.

       —Hay opciones —dice una mujer con una cinta de ante en el pelo—. Podrías tirar la toalla. Podrías irte a pique.

       —No, no puedes. Nadie lo hace. Nunca lo he visto —dice el hombre—. Bueno, nadie se va a pique del todo.

       A continuación la sala se queda en silencio. Encima del aparato de vídeo alguien ha pegado el mensaje de una galleta de la suerte. «Optimismo es lo que permite a una tetera cantar cuando está con el agua al cuello», pone. Debajo, alguien ha pegado un recorte de prensa de un horóscopo de verano. «¡Viva el cáncer!», dice. ¿Quién pegaría eso? El hermano de doce años de alguien. Uno de los padres (el padre de Joey) se levanta, los arranca y los arruga dentro del puño. A las revistas les han robado algunas páginas.

       —Tiny Tim se olvidó del mueble bar —dice la Madre aclarándose la garganta.

       Ned, que todavía está despierto, sale de su habitación y avanza por el pasillo, que tiene luz tenue a partir de las nueve. Se pone junto a la silla de la Madre y le pregunta:

       —¿De dónde eres? ¿Qué le pasa a tu Bebé?


       En la habitación minúscula que les han asignado, la Madre duerme a ratos, con los pantalones de chándal, y de vez en cuando se incorpora para ver cómo se encuentra el Bebé. Para eso sirven los pantalones de chándal: para incorporarse. En caso de incendio. En caso de lo que sea. En caso de que la diferencia entre el día y la noche comience a disolverse, y no haya ninguna diferencia, así que, ¿por qué fingir? En el catre que hay junto al suyo, el Marido, que ha tomado una pastilla para dormir, ronca sonoramente con los brazos doblados por detrás de la cabeza, como en la papiroflexia. ¿Cómo podría haberse quedado en casa uno de los dos, con la trona vacía y la cuna vacía? De vez en cuando el Bebé se despierta y grita, y ella se levanta enseguida, se acerca, le frota la espalda y le arregla las sábanas. El reloj del tocador metálico dice que son las tres y cinco. Luego las cinco menos veinte. Y luego es realmente de mañana, el comienzo de aquel día, el día de la nefrectomía. ¿Se va a alegrar cuando haya pasado o a duras penas estará viva, o las dos cosas? Todos los días de esta semana han llegado enormes, vacíos y desconocidos, como una nave espacial, y éste está especialmente iluminado con un gris brillante.

       —Le tendrá que poner esto —dice John, uno de los enfermeros, muy temprano, y le pasa a la Madre una prenda de tela delgada y verdusca, estampada con rosas y ositos de peluche. La golpea una ola de náusea; esta bata, piensa, muy pronto estará salpicada de..., ¿de qué?

       El Bebé está despierto pero adormilado. Le quita el pijama.

       —No te olvides, bubeleh —susurra desvistiéndolo y vistiéndolo—, estaremos contigo en todo momento, en todos los pasos. Cuando pienses que estás durmiendo y flotando lejos de todo el mundo, Mamá seguirá estando allí. —Si no se ha ido huyendo en un autobús—. Mamá cuidará de ti. Y Papá también. —Espera que el Bebé no detecte su miedo y sus dudas, que le debe ocultar, como una cojera. Tiene hambre, pues no lo han dejado comer, y ya no le divierte el sitio nuevo, sino que está preocupado por las privaciones. «Oh, mi bebé», piensa ella. Y la habitación comienza a flotar un poco. El Marido entra para relevarla.

       —Descansa un poco —le dice—. Voy a pasear con él cinco minutos.

       Ella sale de la habitación, pero no sabe a dónde ir. En el pasillo se le acerca una especie de asistenta social, una persona encargada de la atención al cliente, que les dio una cinta de vídeo sobre la anestesia para que la vieran: cómo los padres acompañan al niño a la sala de operaciones, y cómo se administra la anestesia, suavemente, amablemente.

       —¿Has visto la cinta de vídeo?

       —Sí —dice la Madre.

       —¿Te ha servido de ayuda?

       —No lo sé —dice la Madre.

       —¿Tienes alguna pregunta? —pregunta la mujer de la cinta de vídeo—. ¿Tienes alguna pregunta? —pregunta a alguien que acaba de aterrizar en aquel lugar espantoso y extraño, y a la Madre le parece una cortesía sorprendente y absurda. La propia especificidad de una pregunta desmentiría la extrañeza sobrecogedora de todo lo que hay a su alrededor.

       —No, ahora no —dice la Madre—. Ahora me parece que lo que voy a hacer es ir al baño.

       Cuando vuelve a la habitación del Bebé, están todos: el cirujano, el anestesista, las enfermeras, la asistenta social. Con los gorros azules y las batas parecen un ramo de nomeolvides, y es que olvidarlos, ¿quién podría? El Bebé con su batita de ositos parece tener frío y estar asustado. Tiende los brazos, y la Madre lo coge de los brazos del Padre y le frota la espalda para hacerlo entrar en calor.

       —Bueno, es la hora —dice el Cirujano forzando una sonrisa.

       —¿Vamos? —dice el Anestesista.

       Lo que sigue es un todo borroso de obediencia y luces brillantes. Bajan en ascensor a una gran sala de cemento, la antesala, la sala contigua al quirófano, los bastidores del quirófano, las paredes están revestidas de estanterías largas llenas de ropa azul para el quirófano.

       —Los niños le suelen coger miedo al color azul —dice una de las enfermeras. Por supuesto. ¡Por supuesto!—. Bueno, ¿quién de ustedes quiere entrar en el quirófano para la anestesia?

       —Yo —dice la Madre.

       —¿Estás segura? —pregunta el Marido.

       —Sí. —Besa el pelo del Bebé.

       «Ricitos», la gente lo llama así por allí, y parece a la vez grosero y simpático. Las mujeres miran con admiración sus pestañas largas, y exclaman: «¡Siempre los chicos! ¡Siempre los chicos!»

       Dos ayudantes del cirujano le ponen a la Madre una bata azul y un gorro de algodón azul.

       —Por aquí —dice otra enfermera, y la Madre la sigue—. Ahora ponga al Bebé en la mesa.

       En la cinta de vídeo, la madre sujeta al niño y los gases entran con suavidad por la nariz hasta que se queda dormido. Ahora, fuera de la visión de la cámara o de la asistenta social, el Anestesista está impaciente por acabar con aquello de una vez para siempre y procura que se escape mucho gas por la habitación. El riesgo de su profesión es el contacto con el gas y el daño en el sistema nervioso, y le ha comenzado a preocupar. No hay duda de que se lo comenta preocupado a su esposa todas las noches. Ahora abre el gas y rápidamente sujeta la mascarilla a la boca y las mejillas del niño.

       El Bebé está sorprendido. La Madre está sorprendida. El Bebé comienza a chillar y enrojecer debajo del plástico, pero no se le puede oír. Sacude brazos y piernas.

       —Dígale que no pasa nada —dice la enfermera a la Madre.

       ¿No pasa nada?

       —No pasa nada —repite la Madre, cogiéndole la mano, pero sabe que él se da cuenta de que sí pasa algo, porque él ve que ella no sólo sigue llevando el ridículo gorro de papel sino que sus palabras son mecánicas y se las traga, y se muerde los labios para que no le tiemblen. Presa del pánico, el niño quiere sentarse. No puede respirar; alarga los brazos. «Adiós fuera.» Y luego, con bastante rapidez, se le cierran los ojos; se distiende y no es que haya caído en el sueño sino al lado del sueño, en un tipo de sueño de secuestro, extraño, ahora con el terror escondido en algún lugar muy dentro de él.

       —¿Cómo ha ido? —pregunta la asistenta social, que espera en la sala de cemento de fuera. La Madre está histérica. Una enfermera la hace salir.

       —¡No ha sido como en la película! —llora—. No ha sido como en la película.

       —¿La película? ¿Se refiere a la cinta de vídeo? —pregunta la asistenta social.

       —¡No era como se veía! ¡Ha sido brutal e imperdonable!

       —Vaya, qué terrible —dice, ahora su papel ya no es de desinformadora, sino de portera, y toca el brazo de la Madre, pero la Madre se suelta y va a buscar al Marido.


       Lo encuentra en la gran sala de espera del quirófano, a donde lo han llevado y donde hay chocolate caliente gratis en unos vasos pequeños de plástico. La sala es de color frambuesa y hay guirnaldas rojas de celofán adornando las puertas. Se ha olvidado por completo de que ya no falta nada para Navidad. Un pianista en un rincón está tocando Noche de paz y no sólo no parece festiva, sino que es terrorífica, como la música de El exorcista.

       Hay un reloj gigante en la pared del otro lado. Es una especie de ojo de buey que da al quirófano, un modo de calcular la terrible experiencia del Bebé: cuarenta y cinco minutos para el implante de Hickman; dos horas y media para la nefrectomía. Y luego, después de aquello, tres meses de quimioterapia. La revista que tiene en las rodillas está abierta en un anuncio de un perfume de tono rubí.

       —Aún no has tomado notas —dice el Marido.

       —Pues no.

       —¿Sabes?, en cierto modo, ésta es la clase de cosas sobre las que siempre has escrito.

       —Eres un caso. ¿Sabes qué? Esto es la vida. Esto no es «la clase de cosas».

       —Pero es que esto es la ficción: la vida invivible, la habitación extraña pegada a la casa, la luna de más que da vueltas alrededor de la tierra sin que la ciencia sepa de qué se trata.

       —Eso te lo dije yo.

       —Es que te estoy citando.

       —¿Cuánto tiempo habrá pasado? —Mira el reloj pensando en el Bebé.

       —No mucho. Demasiado. Al final, quizá dé lo mismo.

       —¿Qué crees que le ocurre a él en este mismo momento?

       ¿Una infección? ¿El bisturí ha resbalado?

       —No lo sé, ¿pero sabes qué? Necesito estirar las piernas. Tengo que andar un poco. —El Marido se levanta, pasea por la sala, luego vuelve y se sienta.

       Las sinapsis entre los minutos son innavegables. Una hora es espesa como pasta de caramelo. La Madre se encuentra agotada; es una sarta de latas vacías sujetas con un alambre, algo que una cabra olisquearía y mascaría, algo que de vez en cuando tomaría vida con un golpe de electricidad. Ella oye que dicen sus nombres por megafonía.

       —¿Sí? ¿Sí? —Ella se levanta enseguida. Las palabras se escapan volando ante ella, una exhalación de pájaros. Ha parado la música del piano. El pianista se ha ido. Ella y el Marido se acercan al mostrador principal, donde un hombre los mira y les sonríe. Tiene ante él una lista fotocopiada de los nombres de los pacientes.

       —Este es nuestro niño —dice la Madre al ver el nombre del Bebé en la lista y lo señala—. ¿Hay algo apuntado? ¿Todo va bien?

       —Sí —dice el hombre—. Vuestro hijo está bien. Acaban de terminar con el catéter y ahora van a comenzar con el riñón.

       —¡Pero si hace dos horas que están ahí! Oh, Dios mío, ¿ha ocurrido algo malo? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha fallado?

       —¿Ha ocurrido algo malo? —El Marido se tira del cuello de la camisa.

       —No, no es eso. Es simplemente que han tardado más de lo que suponían. Me han dicho que todo va bien. Querían que lo supieran.

       —Gracias —dice el Marido. Se dan la vuelta y van hasta donde estaban sentados.

       —No lo voy a soportar. —La Madre suspira y se hunde en una silla de piel sintética con forma de algo parecido a un guante de béisbol—. Pero antes de irme voy a llevarme la mitad del hospital.

       —¿Quieres café? —pregunta el Marido.

       —No lo sé. No, me parece que no. No. ¿Y tú? —pregunta la Madre.

       —No, creo que yo tampoco —dice.

       —¿Quieres un trozo de naranja?

       —Ah, bueno, por qué no, te cojo un trozo de la tuya. —Saca una naranja de la bolsa y se sienta allí a pelar la cáscara difícil, la pulpa se rompe debajo de los dedos, el jugo chorrea por las manos y le escuecen los padrastros. Ella y el Marido mastican y tragan, discretamente escupen las pepitas en un pañuelo de papel y leen las fotocopias que le pidieron al residente de la última investigación médica. Leen, subrayan, suspiran y cierran los ojos, y al cabo de un rato, se termina la operación. Una enfermera de Onco Pediátrica se acerca a ellos para decírselo.

       —Vuestro hijo está ahora mismo recuperándose. Se encuentra bien. Lo podréis ver dentro de unos quince minutos.


       ¿Cómo puede describirse? ¿Cómo algo de esto puede describirse? El viaje y el relato del viaje son siempre dos cosas diferentes. El narrador es el que se ha quedado en casa, pero luego, después, aprieta su boca sobre la boca del viajero, para hacer que la boca funcione, para que la boca hable, hable, hable. Uno no puede ir a un lugar y hablar de él; uno no puede ver y decir a la vez, la verdad es que no. Uno puede ir, y a la vuelta hacer muchos gestos con las manos e indicaciones con los brazos. La boca, funcionando a la velocidad de la luz, con las instrucciones de los ojos, se ha quedado necesariamente quieta; tan rápido, tantas cosas que contar, que se queda abierta y muda como una campana sin badajo. ¡Toda esa vida indecible! Ahí es cuando entra el narrador. El narrador entra con sus besos, imitaciones y orden. El narrador viene y hace una canción falsa, lenta, de la devastación ansiosa de la boca.

       Es un horror y un milagro verlo. Está acostado en la cuna de su habitación, entubado, puesto como un niño en una cruz, los brazos tiesos dentro de cartones para que no se pueda arrancar los tubos. Está el catéter de la vejiga, la sonda nasogástrica, y el Hickman, que está conectado a la yugular por debajo de la piel y luego sale por la pared del pecho; está tapado con un plástico largo. Tiene el abdomen cubierto por un gran vendaje. Aturdido, con un gotero de morfina, aún es capaz de mirarla cuando, haciendo maniobras entre todos los tubos de vinilo, ella se inclina para cogerlo, y cuando lo hace, él se echa a llorar, pero en silencio, sin moverse ni hacer ruido. Nunca había visto llorar a un bebé sin moverse ni hacer ruido. Es el lloro de una persona mayor: silencioso, ya sin opinión, hecho pedazos. En alguien tan diminuto es espantoso y antinatural. Quiere tomar al Bebé en brazos y correr: lejos de allí, lejos de allí. Quiere coger una pistola a toda prisa: «Conque cartones, ¿eh? Todo este asunto es de cartón.» ¡No se os ocurra tocarlo!, quiere gritar al Cirujano y a las enfermeras de las inyecciones. ¡Ya basta! ¡Ya basta! Si pudiera se subiría a la cuna y se tendería junto a él. Pero debido a toda aquella cañería intrincada, debe inclinarse y abrazarlo, cantarle canciones, canciones de peligro y fuga. «Te vamos a sacar de este lugar, aunque sea lo último que hagamos. Te vamos a sacar de este lugar... Hay una vida mejor para ti y para mí.»

       Muy 1967. Por entonces tenía once años y era impresionable.

       El Bebé la mira suplicándole, los brazos extendidos con gesto de rendición. ¿Adonde? ¿Dónde hay que ir? ¡Llévame! ¡Llévame!


       Aquella noche, después de la operación, la Madre y el Marido flotan juntos en el catre. Una lámpara fluorescente está encendida junto a la cuna en la oscuridad. El Bebé tiene una respiración regular, pero débil a causa de los calmantes. La morfina, las primeras dosis que lo inundan, al parecer hacen que se sienta como si se estuviera cayendo hacia atrás (o eso es lo que le han dicho a la Madre), y que se sobresalte, que se sujete a la cama una y otra vez, como si lo estuvieran tirando de un árbol. «¿Está bien? ¿No hay nada que se pueda hacer?» Las enfermeras entran cada hora, son diferentes: los turnos de noche parecen ser extrañamente cortos y frecuentes. Si el Bebé se agita o está inquieto, las enfermeras le dan más morfina por el catéter Hickman, y luego se van a atender a los demás pacientes. La Madre se levanta con la luz tenue para ver que esté bien. Hay un gorgoteo en el tubo de plástico transparente que sale de la boca. En el tubo se van juntando unas cosas pardas. ¿Qué ocurre? La Madre llama a la enfermera. ¿Es Renée, Sarah o Darcy? Lo ha olvidado.

       —¿Qué, qué pasa? —murmura el Marido, despertándose.

       —Ocurre algo —dice la Madre—. Parece como si hubiera sangre en la sonda nasogástrica.

       —¿Qué? —dice el Marido y se levanta de la cama. El también va con los pantalones del chándal.

       La enfermera, Valerie, abre la maciza puerta de la habitación y entra sin hacer ruido.

       —¿Ocurre algo?

       —Esto no está bien. El tubo le está succionando sangre del estómago. Parece como si le hubiera perforado el estómago y que ahora estuviera sangrando por dentro. ¡Mira!

       Valerie es una santa, pero su voz es la santa voz de hospital normal, de una calma exasperante y farmacéutica que dice: todo es normal aquí. La muerte es normal. El dolor es normal. Nada es anormal. Así que no hay nada por lo que inquietarse.

       —Bueno. Vamos a ver. —Sujeta el tubo de plástico y trata de ver su interior—. Mmm —dice—, voy a llamar al médico de guardia.

       Como es un hospital universitario y de investigación, todos los médicos de plantilla duermen en su casa en camastros estilo convento. Aquella noche ocurre lo que al parecer ocurre todos los fines de semana por la noche, el médico de guardia es un estudiante de medicina. Parece tener quince años. La autoridad que trata de transmitir no la puede personificar ni remotamente. No está ni siquiera en el mismo edificio que ella. Le da la mano a todo el mundo, luego se acaricia la barbilla, un gesto que sacó con toda certeza de una obra de teatro a la que lo llevaron sus padres en una ocasión. ¡Como si hubiera una barba de verdad en la barbilla! ¡Como si fuera incluso posible que creciera una barba en aquella barbilla! ¡Nuestra ciudad! ¡Bésame, Kate! ¡Descalzos en el parque! Trata de convencer, si no de impresionar.

       —Estamos en apuros —susurra la Madre al Marido. Está cansada, cansada de la gente joven escarbando en busca de títulos—. Aquí tenemos al doctor Bésame Kate.

       El Marido la mira sin comprender, una mezcla de desorientación y de divorcio.

       El estudiante de medicina coge el tubo con las manos.

       —Yo no veo nada —dice.

       ¡Cateado!

       —Ah, ¿no? —La Madre se abre paso, coge el tubo transparente con las dos manos—. Esto —dice—. Aquí y aquí. —El semestre pasado le había dicho a uno de sus estudiantes: «Si no comprendes por qué este trabajo es mejor que aquél, quiero que salgas al pasillo y te quedes allí hasta que lo entiendas.» ¿Es importante hablar en voz baja? El Bebé sigue dormido. Está medicado y soñando, muy lejos.

       —Mmm —dice el estudiante de medicina—. Quizá se haya producido una irritación sin importancia en el estómago.

       —¿Una irritación sin importancia? —La Madre está furiosa—. Esto es sangre. Son coágulos y grumos. ¡Esta insensatez le está succionando la vida! ¡La vida! —Se echa a llorar.

       Paran la succión y llevan antiácidos, que se administran al Bebé por el tubo. Luego vuelven a poner la sonda en funcionamiento. Esta vez con intensidad de succión baja.

       —¿Dónde estaba antes? —pregunta el Marido.

       —En «alta» —dice Valerie—. Eran las órdenes del médico, aunque no sé por qué. No sé por qué estos médicos hacen muchas de las cosas que hacen.

       —Quizá sea que... no son tan listos como parece —sugiere la Madre. Siente alivio y furia a la vez: hay una sensación de oración y litigio en el aire. Aunque, en lo esencial, da gracias al cielo, ¿o no? Piensa que sí. Y aún, y aún: mira todas las cosas que tienes que hacer para proteger a un niño, un hospital es simplemente una intensificación de la cruel carrera de obstáculos que es la vida.


       El Cirujano los va a ver el sábado por la mañana. Entra y señala con la cabeza al Bebé, que está despierto pero como en una pecera a causa de la morfina, los ojos uvas negras que no ven.

       —Parece que el pequeño está bien —anuncia el Cirujano. Echa un vistazo por debajo del vendaje—. Los puntos están bien.

       El Bebé tiene el abdomen cruzado por puntos, como un balón de béisbol—. Y el otro riñón, cuando ayer lo vimos cara a cara, parecía estar bien. Trataremos de bajarle un poco la morfina y veremos cómo se encuentra el lunes —se aclara la garganta—. Y ahora me gustaría hablar con la Madre, a solas.

       —¿Conmigo? —El corazón de la Madre se sobresalta.

       —Sí —dice moviéndose y dándose la vuelta.

       Se levanta y sale al pasillo vacío con él, cerrando la puerta tras ella. ¿De qué se tratará? Oye que el Bebé se inquieta un poco en la cuna. Su cerebro se llena de dolor y de alarma. Le sale una voz como de susurro ronco.

       —¿Hay algo que...?

       —Hay una cosa en particular que necesito de usted —dice el Cirujano, volviéndose y quedándose allí, muy serio.

       —¿Sí? —El corazón le late a toda velocidad. No se siente con capacidad de recuperación para otra mala noticia.

       —Tengo que pedirle un favor.

       —Claro —dice, tratando con mucho esfuerzo de reunir las fuerzas y la valentía para la ocasión, sea lo que sea; se le ha hecho un nudo en la garganta.

       Del interior de la bata blanca el Cirujano saca un libro delgado y se lo tiende bruscamente.

       —¿Me firma un autógrafo en su novela?

       La Madre mira hacia abajo y ve que, en efecto, es un ejemplar de una novela que ha escrito, una acerca de unas niñas adolescentes.

       Mira hacia arriba. Una sonrisa grande y animada atraviesa la cara del médico.

       —La leí el verano pasado —dice—. Y todavía me acuerdo de trozos. ¡Esas chicas se metían en unos líos!

       «De todos los momentos surrealistas de los últimos días, éste —piensa— debe de ser el mayor.»

       —Muy bien —dice, y el Cirujano alegremente le tiende un bolígrafo.

       —Puede escribir «para el doctor...». Oh, no hace falta que le diga qué escribir.

       La Madre se sienta en un banco y agita el bolígrafo para que salga tinta. Un suspiro de alivio la limpia por encima y por dentro. Oh, el placer de un suspiro de alivio, como el mejor de los momentos del amor; ¿alguien ha cantado alabanzas adecuadas a los suspiros de alivio? Abre el libro por la portadilla. Respira hondo. De todos modos, ¿qué hace leyendo novelas para adolescentes? ¿Y por qué no compró la edición con tapa dura? Escribe una sincera dedicatoria de agradecimiento y luego le devuelve el libro.

       —¿Se pondrá bien?

       —¿El chico? El chico se pondrá bien —dice y rígidamente le da unos golpecitos en el hombro—. Cuídese. Es sábado. Beba un poco de vino.


       Durante el fin de semana, mientras el Bebé duerme, la Madre y el Marido se sientan juntos en la sala de Tiny Tim. El Marido está inquieto y hace viajes a la cafetería y al quiosco, llevando cosas a todo el mundo. Durante su ausencia, los demás padres obsequian a la Madre con nuevos capítulos de las historias largas. Cáncer infantil e historias de quimioterapia: las amputaciones de los niños, el envenenamiento de la sangre, dientes descascarillándose como una pizarra, los retrasos de aprendizaje y las deficiencias causadas por la quimioterapia que quema los jóvenes cerebros que aún tienen que crecer. Pero añaden colofones extrañamente optimistas (finales tan rígidos y nudosos como un cordel de carpintero, crujientes y vacíos como una lechuga, reticulados como una malla), ah, las palabras. «Después de todo el asunto con el profesor particular, ahora va mejor, y tiene incisivos nuevos gracias al marido de la prima de mi esposa, que estudió odontología en dos años y medio, aunque no te lo creas. Esperamos que todo siga bien. Tomamos las cosas como vienen. La vida es dura.»

       «La vida es un gran problema», asiente la Madre. Una parte de ella agradece las historias e invita a que se las cuenten todas. En los últimos e interminables días de esa pesadilla, una parte de ella se ha hecho adicta al desastre y a las historias de guerra. Sólo tiene oídos para la tristeza y las angustias de los demás. Son las únicas situaciones que se pueden dar la mano con la suya; todo lo demás rebota contra su coraza brillante de resentimiento e incomprensión. Nada más entra en su cerebro. De esto, sin duda, está hecho el mundo filisteo, ¿o habría que decir que se ha reclutado allí? Juntos, los padres se apiñan durante todo el día en la sala Tiny Tim: no tienen necesidad de ver Oprah. No les llega ni a la suela del zapato. Oprah no tiene nada para ellos. Charlan de cosas prácticas, luego se quedan callados y ven Dune o La guerra de las galaxias, donde hay robots relucientes a los que la Madre ya no ve como a robots, sino como a seres humanos a los que les han ocurrido cosas espantosas.


       Algunos amigos los van a ver con animalitos de peluche y tarjetas tiernas de «Ponte bien» para el Bebé que dormita, aunque la habitación hace mucho que dejó de tener espacio para más animalitos de peluche. La Madre prepara, una vez más, un plato de galletas Mint Milano y vasos de plástico para el café de los invitados. Todas sus amistades chifladas se dan una vuelta por allí, las dos del Prozac, la que está obsesionada por la relación entre pene y quitapenas, la que hace poco se ha hecho mechas verdes. «Tus amigos ponen la de en fin de siécle», dice el Marido. Oída por otros o grabada, toda conversación conyugal suena como si alguien estuviera bromeando, aunque normalmente nadie lo hace.

       Adora a sus amistades, sobre todo las adora por estar allí, ya que hay veces en que todas se pelean y no se hablan durante semanas. ¿Es esto la amistad? Aquí y ahora tiene que ser y es, y es, ella jura que lo es. Por ejemplo, nunca le ofrecen conferencias espirituales improvisadas sobre la muerte (que es parte de la vida, su flujo y reflujo natural, que todos debemos aceptarlo) o discursos parecidos que hagan que quiera arrancarles los ojos. Como los amigos de verdad, no adoptan una postura fuerte o elegante coreografiada de forma flexible desde una perspectiva más amplia. Llegan allí y farfullan un «Dios mío» y menean la cabeza. Además, son la única gente que no sólo le ríe sus chistes idiotas, sino que a su vez le cuenta chistes estúpidos. ¿De qué asombroso cruce salió el oso hormiguero? La enfermedad de un niño es una gran tensión mental. Saben cómo reír de modo aflautado, desesperado: nada que ver con la gente que es más amiga de su Marido y que parece que sólo hacen más profundas sus miradas afligidas, asintiendo con la cabeza con Lástima. ¡Qué alienantes y extrañas son las Expresiones de Lástima de la gente! Cuando alguien se ríe, ella piensa: «¡Muy bien! Hurra: un colega.» En la salud y en la farándula.

       Las enfermeras van y vienen; sus voces alegres sobresaltan y tranquilizan. Otros padres de Oncología Pediátrica asoman la cabeza para ver como está el Bebé y para dar ánimos.

       Pelo Verde se rasca la cabeza.

       —Aquí todo el mundo es muy amable. ¿Hay alguien en este lugar que no muestre un optimismo sutil de guión? ¿O lo único que hay por aquí es gente así?

       —Es la Medicina Media Moderna que se encuentra con la Familia Media Moderna —dice el Marido—. En el Medio Oeste Moderno.

       Alguien ha llevado lo mein en cajas de cartón, y todos van a comérselo fuera, junto a los ascensores.


       A los padres se les permite el uso de la Línea Gratuita.

       —Tenéis que tener otro hijo —dice otro amigo al teléfono, un amigo de fuera de la ciudad—. Un heredero y uno de más. Eso fue lo que hicimos nosotros. Tuvimos otro hijo para asegurarnos de que no nos suicidaríamos si perdíamos al primero.

       —¿De verdad?

       —Lo digo en serio.

       —¿Un suicidio formal? ¿No era más fácil ponerte como una cuba y sumergirte en el estupor durante toda la vida e irte muriendo poco a poco?

       —No. Incluso tenía pensado cómo lo iba a hacer. Durante un tiempo, hasta que llegó el segundo, lo tenía todo planeado.

       —¿Qué planeaste?

       —No te lo puedo explicar con mucho detalle porque... ¡Hola, pequeños!, los niños acaban de entrar en la habitación. Pero te voy a deletrear la idea general: S, O, G, A.


       El domingo por la tarde, la Madre va y se hunde en el sofá de la sala Tiny Tim junto a Frank, el padre de Joey. Es un hombre bajo y fornido con una expresión sin voltaje y sin energía que todos los padres antes o después acaban por tener. Se ha afeitado la cabeza en solidaridad con su hijo. Su hijito ha estado luchando contra el cáncer durante cinco años. Ahora lo tiene en el hígado, y los rumores que corren por el pasillo dicen que a Joey le quedan tres semanas de vida. Sabe que la madre de Joey, Heather, dejó a Frank hace unos años, cuando ya llevaban dos con el cáncer, y se ha vuelto a casar y tiene una hija que se llama Brittany. La Madre ve a Heather por allí, de vez en cuando, con su nueva vida: la niña encantadora y el actual marido, joven y con mucho pelo, que nunca se obsesionará de forma tan enervante por la enfermedad de Joey como lo hacía Frank, su anterior marido. Heather aparece para ver a Joey, hola y adiós, pero ella no es el gran hombre de Joey. Frank, sí.

       Frank está lleno de anécdotas: sobre los médicos, sobre la comida, sobre las enfermeras, sobre Joey. Joey, que aguanta bien los efectos de las medicinas, a veces deja la habitación y va a ver la tele en albornoz. Tiene ictericia y está calvo, y a pesar de que tiene nueve años, no parece tener más de seis. Frank ha consagrado los últimos cuatro años y medio a salvar la vida de Joey. Cuando le diagnosticaron el cáncer, los médicos le dieron a Joey un veinte por ciento de posibilidades de vivir más de seis meses. Pero ya han pasado casi cinco años y Joey sigue allí. Todo se debe a Frank, que, muy al principio, dejó su trabajo de vicepresidente en una asesoría para poder dedicarse totalmente a su hijo. Está orgulloso de todo lo que ha dejado y de lo que ha hecho, pero está cansado. Una parte de él piensa de verdad que dentro de poco se terminará todo, que esto es el final. Lo dice sin lágrimas en los ojos. No le quedan más lágrimas.

       —Probablemente has pasado por mucho más que nadie de este pasillo —dice la Madre.

       —La de historias que podría contarte —dice él. Hay un olor agrio entre los dos, y ella se da cuenta de que hace días que ninguno de los dos se ha duchado.

       —Cuéntame una. Cuéntame la peor. —Ella sabe que odia a su ex mujer y que a su marido lo odia todavía más.

       —¿La peor? Son todas las peores. Tengo una: una mañana salí a desayunar con un amigo (fue el único momento que he dejado solo a Joey; todo lo que lo he dejado han sido dos horas) y cuando volví, la sonda nasogástrica estaba llena de sangre. Tenían la succión demasiado alta y el tubo le estaba absorbiendo los intestinos hacia fuera.

       —Oh, Dios. Eso fue lo que nos pasó justamente a nosotros —dice la Madre.

       —¿De verdad?

       —El viernes por la noche.

       —Me tomas el pelo. ¿Han dejado que ocurriera de nuevo? Mira que les di una buena bronca.

       —Me parece que no tenemos tanta buena suerte. La peor de tus historias nos ocurrió la segunda noche de estar aquí.

       —Aunque no es un mal lugar.

       —¿Ah no?

       —No, los he visto peores. He llevado a Joey a todas partes.

       —Parece muy fuerte. —A decir verdad, a esas alturas Joey parecía un zombi y a ella le daba miedo.

       —Joey es un maldito genio. Un genio biológico. Le habían dado seis meses, recuerda.

       La Madre asiente.

       —Seis meses no es mucho —dice Frank—. Seis meses no es nada. Tenía cuatro años y medio.

       Todas las palabras son como golpes. Se siente invadida por un sentimiento de afecto y duelo por aquel hombre. Aparta la mirada, hacia la ventana, y va más allá del aparcamiento del hospital, hacia el cielo negro marmóreo y la pestaña eléctrica de la luna.

       —Y ahora tiene nueve años. Eres su héroe.

       —Y él es el mío —dice Frank, aunque la fatiga en la voz parece abrumarlo—. Siempre lo será. Perdona —dijo—. Tengo que ir a ver cómo está. No ha estado respirando muy bien. Perdona.


       —Buenas y malas noticias —dice el Oncólogo el lunes. Ha llamado a la puerta, entrado en la habitación y ahora está allí. Las camas no están hechas. Un basurero está a rebosar de vasos de café—. Tenemos el informe del patólogo. Las malas noticias son que el riñón extirpado tiene ciertas lesiones llamadas «restos», que se suelen asociar con un riesgo alto de enfermedad en el otro riñón. Las buenas noticias son que el tumor está en la primera fase, con una estructura celular regular, y por debajo de los quinientos gramos, lo cual os da derecho a acceder a un experimento a nivel nacional en que no se utiliza la quimioterapia sino que se controla al niño con ultrasonidos. No es muy arriesgado, ya que al paciente se le controla muy de cerca, pero aquí tenéis la información sobre el tema. Hay que firmar unos impresos, si decidís hacerlo. Leed todo esto y luego lo podemos discutir. Os tenéis que decidir en cuatro días.

       ¿Lesiones? ¿Restos? Se secan y se esparcen como los M & M por el suelo. Lo único que ha oído es la parte de que no hay quimioterapia. Otro signo de alivio se eleva en ella y se vierte. En una vida donde sólo existe lo soportable y lo insoportable, un sentimiento de alivio es un éxtasis.

       —¿Nada de quimioterapia? —dice el Marido—. ¿Usted lo recomienda?

       El Oncólogo se encoge de hombros. ¡Qué gestos más informales que se permiten estos médicos!

       —Conozco la quimioterapia. Me gusta la quimioterapia —dice el Oncólogo—. Pero lo tenéis que decidir vosotros. Depende de lo que os parezca.

       —¿Pero no cree —dice el Marido inclinándose hacia delante— que ahora que tenemos el asunto bajo control tendríamos que seguir? ¿No tendríamos que pisar el tumor con fuerza, golpearlo y machacarlo hasta la muerte con la quimioterapia?

       La Madre le pega un manotazo fuerte con rabia.

       —Cariño, deliras —susurra pero le sale como un silbido—. ¡Este es nuestro golpe de suerte! —y luego añade con delicadeza—. No queremos que el Bebé haga quimioterapia.

       —¿Qué opina usted? —pregunta el Marido volviéndose hacia el Oncólogo.

       —Podría ser —dice encogiéndose de hombros—. Podría ser que éste fuera vuestro golpe de suerte. Pero no lo vais a saber con seguridad hasta dentro de cinco años.

       El Marido se vuelve hacia la Madre.

       —De acuerdo —dice—, de acuerdo.


       El Bebé cada vez está más contento y más fuerte. Comienza a moverse, a sentarse y a comer. El miércoles por la mañana ya se pueden ir todos e irse sin quimioterapia. El Oncólogo parece un poco nervioso.

       —¿Está nervioso por esto? —pregunta la Madre.

       —Pues claro que estoy nervioso —pero se encoge de hombros y no parece tan nervioso—. Nos veremos dentro de seis semanas para los ultrasonidos —dice, agita la mano para despedirse y luego se va, mirándose los grandes zapatos negros.

       El Bebé sonríe, todavía anda un poco inseguro, el sol se abre paso entre las nubes, un coro de ángeles canta a grito pelado. Llegan las enfermeras. Sacan el Hickman del cuello y del pecho del Bebé. Lo frotan con una loción antibiótica. La madre hace las bolsas. El Bebé sorbe de un botellín de zumo y no llora.

       —¿No le hacen la quimioterapia? —pregunta una de las enfermeras—. ¿Ni siquiera un poquito de quimioterapia?

       —Vamos a esperar a ver qué pasa —dice la Madre.

       Los otros padres los miran con envidia pero preocupados. Nunca han visto a un niño salir de allí con el pelo y las células de la sangre intactas.

       —¿Estaréis bien? —pregunta la madre de Ned.

       —La preocupación nos va a matar —dice el Marido.

       —Pero si todo lo que hay que hacer es preocuparse —lo reprende la Madre—, todos los días durante cien años, será fácil. No será nada. Me cargo con toda la preocupación del mundo si eso me protege contra la cosa.

       —Es verdad —dice la madre de Ned—. En comparación con todo lo demás, en comparación con todo lo que ocurre en la realidad, la preocupación no es nada.

       El Marido agita la cabeza.

       —Soy tan principiante —protesta.

       —Los dos lo hacéis estupendamente —dice la otra madre—. Vuestro bebé tiene suerte y os deseo lo mejor.

       —Gracias —dice el Marido moviendo la cabeza afectuosamente—. Eres estupenda.

       Otra madre, la madre de Eric, se acerca hasta ellos.

       —Todo esto es muy duro —dice con la cabeza ladeada hacia un lado—. Pero por el camino hay mucha belleza colateral.

       ¿Belleza colateral? ¿Quién tiene derecho a algo así? Hay un niño enfermo. ¡Nadie tiene derecho a ninguna belleza colateral!

       —Gracias —dice el Marido.

       El padre de Joey, Frank, se acerca y les da a cada uno un abrazo.

       —Es un viaje —dice. Acaricia al Bebé en la barbilla—. Suerte, hombrecito.

       —Sí. Muchísimas gracias —dice la Madre—. Esperemos que a Joey le vaya bien. —Sabe que Joey ha pasado una noche dura, terrible.

       —Me tengo que ir —dice Frank encogiéndose de hombros y retrocediendo—. ¡Adiós!

       —Adiós —dice ella y luego él desaparece. Se muerde el labio por dentro con los ojos un poco llorosos y se agacha para coger la bolsa de los pañales, que ahora está repleta de animalitos; hay globos de helio atados a la cremallera. Poniéndose aquello al hombro, la Madre siente que acaba de ganar un premio. Todos los padres han desaparecido por el pasillo en la otra dirección. El Marido se acerca. Con un brazo coge al niño; con el otro le acaricia la espalda. Se da cuenta de que comienza a tener ganas de llorar.

       —¿Verdad que son muy buenas personas? ¿No te sientes mejor cuando los oyes hablar de sus vidas? —pregunta.

       ¿Por qué hace eso de etiquetar todo el rato? ¿Por qué incluso la sociedad de los que sufren lo tranquiliza? Cuando se trata de la muerte y morir, quizás alguno de la familia tendría que ser un poco más esnob.

       —Toda esta gente buena con sus historias llenas de valentía —continúa mientras se encaminan hacia los ascensores, diciendo adiós con la mano al personal de enfermería mientras avanzan, hasta el Bebé se despide con timidez. ¡Adiós! ¡Adiós!—. ¿No te consuela pensar que estamos todos en el mismo barco, que todos estamos en esto juntos?

       «¿Pero quién diablos querría estar en este barco?», piensa la Madre. Este barco es un barco de pesadilla. Mira a dónde va: a una habitación blanca y plateada, donde, delante de tu vista, tu oído y tu tacto desaparecen completamente, tienes que ver a tu hijo morir.

       ¡La soga! ¡Que salga la soga!

       —Vamos a tomar nuestro propio rumbo —dice la Madre— y no en este barco.

       ¡Mujer al agua! Coge de nuevo al Bebé de los brazos del Marido, pone la mano hueca sobre la mejilla del Bebé, le besa la frente y luego, rápidamente, su boca de flor. El corazón del Bebé (lo oye perfectamente) late lleno de vida.

       —Durante todo lo que me quede de vida —dice la Madre, apretando el botón del ascensor (hacia arriba o hacia abajo, todo el mundo al final tiene que irse por allí)— no quiero ver nunca más a esa gente.


       He aquí las notas.

       ¿Y el dinero?