viernes, 18 de febrero de 2011

Un esquema

Antes:

Antón Chejov (Taganrog, 1860- Alemania 1904). Las obras de Chéjov se hicieron tremendamente famosas en Inglaterra en la década de los 20 y se han convertido en todo un clásico de la escena británica. En Estados Unidos, autores como Tennessee Williams, Raymond Carver o Arthur Miller utilizaron técnicas de Chéjov para escribir algunas de sus obras.

Narrativa Post William Faulkner (Literatura Rural versus Literatura Urbana):

William Saroyan (1908 - 1981)

John Cheever (1912- 1982)

J. D. Salinger (1919–2010)

Saul Bellow (1915- 2005)

Richard Yates (1926-1992)

John Updike (1932-2009)

Raymond Carver (1938-1988)

Charles Bukowski (1920-1994)

Tobias Wolff (1945-)

Philip Roth (1933- )

Lorrie Moore (1957- )

Otros:

Jonathan Safran Foer (1977-)

David Foster Wallace (1962 – 2008)

Chuck Palahniuk (1962-) Generación X

Puntuales:

Jhumpa Lahiri (1967-)

Flannery O’connor (1925–1964)

Stephen Dobyns (1941-)

No:

Paul Auster (1947-)

Richard Ford (1944-)

Resumen de RELATO DE UN DESCONOCIDO (1893) de Antón Chéjov, para cuestionario de previsiones

Stepan: su misión es infiltrarse como lacayo en la vivienda de Orlov, al que quiere matar.

Orlov es un hombre inteligente y cultivado. Sin embargo, no tiene ideales ni entusiasmos.

Orlov completa su vida gracias a su relación con Zinaída, joven y bella esposa de otro funcionario. Zinaída está abandonada, pues su marido ha hecho del trabajo su único interés. Zinaída anhela vivir un amor intenso y desespera de lo limitado de sus encuentros con Orlov.

Entonces, en algún momento, decide abandonar a su esposo e irse con Orlov.

Zinaída se instala en el departamento de Orlov pensando que finalmente se ha iniciado una nueva vida para ella. Pero Orlov no comparte su entusiasmo. No está dispuesto a cambiar y piensa que Zinaída es una romántica ilusa.

Los desplantes de Orlov son cada vez más numerosos y crueles. No presenta a Zinaída a su familia ni a sus amigos. No se siente responsable frente a ella, de manera que no le da explicaciones y continúa con su vida de soltero. Desde su perspectiva, el vínculo con Zinaída es una esclavitud que rechaza pero que no es capaz de cortar puesto que no se decide a decir la verdad.

Zinaída no puede creer que para Orlov su amor sea solo una molestia. Ella sufre pero espera. Stepan, desde su modesto papel de lacayo, es testigo de todas las humillaciones sufridas por Zinaída. Poco a poco se va olvidando de su misión originaria. Ahora está enamorado de Zinaída. Admira su fe y su capacidad de entrega.

Conforme los maltratos de Orlov se multiplican surge en Stepan el propósito de salvar a Zinaída. Revelarle la verdad de la situación. Él no es un lacayo sino un oficial de marina y, sobre todo, ella está siendo vilmente engañada. En el inicio, Zinaída no quiere creer, pero las pruebas son abrumadoras.

Entonces Stepan se lleva a Zinaída de viaje, a Italia.

Stepan le confiesa su amor, pero Zinaída no le hace mayor caso. Para ella es solo un compañero. Las insistencias de Stepan no tienen ningún éxito. Zinaída no puede reponerse del desengaño. No quiere vivir.

No tiene ilusión ni siquiera por el hijo de Orlov que está gestando.

Zinaída muere dando a luz. No se sabe si por el mal parto o por envenenamiento de propia mano.

Stepan cuida de Sonia, la hija de Zinaída, con gran devoción.

No obstante, después de dos años regresa donde Orlov para formalizar la situación de la criatura. Para Orlov la última palabra la debe tener el abandonado marido de Zinaída pues, por mandato legal, la niña figura como hija suya. Entonces se le sugiere a Stepan que entregue la niña a una institutriz en la que el marido tiene gran confianza. El relato deja a Stepan en la indecisión sobre qué hacer con la pequeña.

Pequeñeces de la vida, de Anton Chejov

Nikolái Ilich Beliáyev, propietario de unas casas en Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, hombre joven, de unos treinta y dos años, bien nutrido, sonrosado, entró una vez al caer la tarde a ver a la señora Írnina Olga Ivánovna, con la cual vivía —o, según él, arrastraba— una aburrida y larga novelita de amor. Y en realidad, las primeras páginas de esta novela, interesantes y arrebatadas, habían sido leídas hacía ya tiempo; ahora las páginas se hacían largas, siempre largas, sin ofrecer nada nuevo ni interesante. No encontrando a Olga Ivánovna en casa, se tendió en una otomana del salón y se dispuso a esperar.
    —¡Buenas tardes, Nikolái Ilich! —oyó decir a una voz de niño—. Mamá vendrá enseguida. Ha ido con Sonia a la modista.
    En el mismo salón estaba echado en un diván el hijo de Olga Ivánovna, Aliosha, un muchacho de unos ocho años, esbelto, bien cuidado, vestido como un figurín, con una chaquetita de terciopelo y largas medias negras. Yacía sobre una almohada de raso e, imitando al parecer a un acróbata al que había visto no hacía mucho en el circo, lanzaba en alto ora una pierna ora la otra. Cuando las elegantes piernas se fatigaban, ponía en movimiento los brazos, o saltaba bruscamente, se ponía a cuatro patas y procuraba sostenerse cabeza abajo. Todo esto con una cara muy seria, resoplando como si le martirizaran, y habríase dicho que ni él mismo estaba contento de que Dios le hubiera dado un cuerpo tan inquieto.
    —¡Ah, salud, amigo! —contestó Beliáyev—. ¿Eres tú? No te había visto. ¿Mamá se encuentra bien?
Aliosha, agarrando con la mano derecha la punta del pie izquierdo y adoptando la pose menos natural, se volvió, dio un salto y miró a Beliáyev por detrás de una gran pantalla con flecos.
    —Qué quiere que le diga —respondió, encogiéndose de hombros—. En realidad mamá no está nunca bien. Claro, es una mujer, y a las mujeres, Nikolái Ilich, siempre les duele algo.
    Beliáyev, por no tener nada mejor que hacer, se puso a examinar el rostro de Aliosha. Antes, durante el tiempo que llevaba tratando a Olga Ivánovna, no se había fijado ni una sola vez en el pequeño y ni había reparado en su existencia: veía ante sus ojos un muchacho, mas por qué estaba allí y qué papel desempeñaba, eran cuestiones en las que ni ganas tenía de pensar.
    Con el crepúsculo vespertino, el rostro de Aliosha, de pálida frente y negros ojos que no pestañeaban, le recordó, de pronto a Olga Ivánovna, tal como era en las primeras páginas de la novela. Y Beliáyev sintió deseos de ser cariñoso con el muchacho.
    —¡A ver, ven acá, bicho! —dijo—. Deja que te mire de más cerca.
    El muchacho saltó del diván y corrió hacia Beliáyev.
    —Bien —empezó Nikolái Ilich, poniéndole la mano sobre su flaco hombro—. ¿Qué tal? ¿Cómo va?
    —Qué quiere que le diga. Antes se vivía mucho mejor.
    —¿Por qué?
    —¡Pues, muy sencillo! Antes, Sonia y yo sólo teníamos clase de música y lectura, y ahora nos hacen aprender versos en francés. ¡Usted se ha cortado el pelo hace poco!
    —Sí, hace poco.
    —Ya lo noto. Ahora lleva la barba más cortita. Permítame que se la toque... ¿No le hago daño?
    —No, no me haces daño.
    —¿Por qué será que cuando tiras de un solo pelito hace daño y cuando tiras de muchos pelos no duele ni pizca? ¡Ja, ja! ¿Sabe? Hace usted mal en no llevar patillas. Habría que afeitar un poco aquí y por los lados... y aquí, dejar crecer los pelos... —El pequeño se apretó contra Beliáyev, con cuya cadenita se puso a jugar—. Cuando ingrese en el gimnasio —dijo—, mamá me comprará un reloj. Le pediré que me compre también una cadenita como esta... ¡Queeé meeedaaallón! Mi padre tiene un medallón exactamente igual, sólo que en el de usted hay aquí unas rayitas y en el suyo, letras... En medio está el retrato de mamá. Ahora papá lleva una cadenita diferente, no de anillas, sino como una cinta...
    —¿Cómo lo sabes? ¿Acaso ves a tu papá?
    —¿Yo? Mm... ¡no! Yo...
    Aliosha se ruborizó y, profundamente turbado por haberse traslucido que mentía, empezó a rascar el medallón con la uña, poniendo en ello mucho celo. Beliáyev le miró fijamente y le preguntó:
    —¿Ves a tu papá?
    —¡No... no...!
    —Dímelo francamente, con toda sinceridad... Veo por tu cara que no me dices la verdad. Ya que te has ido de la lengua, no disimules, ahora. Dime, le ves? ¡Ea!, ¡de amigo a amigo!
    Aliosha reflexionó.
    —¿No se lo dirá a mamá? —preguntó.
    —¡Faltaría más!
    —¿Palabra de honor?
    —Palabra de honor.
    —¡Júrelo!
    —¡Ah, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?
    Aliosha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y balbuceó:
    —Pero, por el amor de Dios, no se lo diga a mamá... Ni a nadie, porque es un secreto. No quiera Dios que mamá se entere, nos la íbamos a cargar yo y Sonia y Pelagueya. Bueno, escuche. Sonia y yo nos vemos con papá todos los martes y los viernes. Cuando Pelagueya nos lleva de paseo, antes de comer, entramos en la pastelería de Apfel, y allí nos espera papá... Siempre está en una habitación reservada, donde hay, ¿sabe?, una mesa de mármol así, y un cenicero en forma de ganso sin espalda...
    —¿Qué hacéis allí?
    —¡Nada! Primero nos saludamos, después nos sentamos todos a una mesita y papá empieza a pedir café y empanadas. Sonia, ¿sabe?, come empanadas de carne, ¡y yo no puedo sufrir las empanadas de carne! A mí me gustan de col y de huevo. Nos hartamos tanto que luego, a la hora de comer, para que mamá no se dé cuenta, tenemos que esforzarnos en tragar todo lo que podemos.
    —Y allí, ¿de qué habláis?
    —¿Con papá? De todo. Nos besa, nos abraza, nos cuenta historietas muy divertidas. ¿Sabe? Dice que cuando seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere, pero yo estoy de acuerdo. Claro, sin mamá será aburrido, pero ¡ya le escribiré cartas! Es raro, en días de fiesta podremos visitarla, ¿verdad? Papá dice, además, que me comprará un caballo. ¡Qué hombre tan bueno! No sé por qué mamá no le llama para vivir con él, ni por qué nos prohíbe verle. Él la quiere mucho. Siempre nos pregunta cómo se encuentra, qué hace. Cuando ella estuvo enferma, él se agarraba la cabeza con las manos, así, y... corría, corría. Siempre nos pide que la obedezcamos y que la respetemos. Oiga,¿es verdad que nosotros somos unos desgraciados?
    —Hum... ¿y por qué?
    —Es papá quien lo dice. Vosotros, dice, sois unos niños desgraciados. Es extraño oírselo decir. Vosotros, dice, sois desgraciados, yo soy un desgraciado y mamá es una desgraciada. Rogad a Dios, dice, por vosotros y por ella.
    Aliosha detuvo su mirada en un pájaro disecado y se quedó pensativo.
    —Ya... —balbuceó Beliáyev—. Así pues, eso es lo que hacéis. Organizáis reuniones en la pastelería. ¿Y mamá no lo sabe?
    —Nooo... ¿Cómo quiere que lo sepa? Pelagueya no se lo dirá por nada del mundo. Anteayer papá nos invitó a peras. ¡Eran dulces, como la confitura! Yo me comí dos.
    —Hum... Bueno, y eso... escucha, ¿de mí no dice nada tu papá?
    —¿De usted? Qué quiere que le diga. —Aliosha miró con curiosidad el rostro de Beliáyev y se encogió de hombros—. No dice nada en particular.
    —Pero ¿qué dice más o menos?
    —¿No se ofenderá, usted?
    —¡Solo faltaría! ¿Acaso me insulta?
    —Él no le insulta, pero ¿sabe?... Está enfadado con usted. Dice que por su culpa mamá es desgraciada y que usted... ha perdido a mamá. ¡Ya ve, qué raro es! Yo le explico que usted es bueno, que nunca le grita a mamá, y él solo mueve la cabeza.
    —Ya, ya... ¿Y dice que yo la he perdido?
    —Sí. ¡No se ofenda usted, Nikolái Ilich!
    Beliáyev se levantó, permaneció de pie unos momentos y se puso a caminar por el salón.
    —¡Qué extraño... y qué ridículo! —balbuceó, encogiéndose de hombros y sonriendo burlonamente—. Toda la culpa es de él, y resulta que soy yo quien la ha echado a perder, ¿eh? ¡Vaya, con el inocente corderito! ¿Así te lo ha dicho, que yo he perdido a tu mamá?
    —Sí, pero... ¡usted me ha dicho que no iba a ofenderse!
    —No me ofendo y... ¡Además, no es cosa tuya! No, eso... ¡Eso es incluso ridículo! ¡Me han pillado en la ratonera y ahora resulta que soy el culpable!
    Sonó la campanilla. El muchacho dio un salto y salió corriendo. Un minuto después, entró en el salón una dama con una niña pequeña. Era Olga Ivánovna, la madre de Aliosha. Tras ella, dando saltitos, venía Aliosha, cantando en voz alta y agitando los brazos. Beliáyev saludó con un movimiento de cabeza y siguió caminando.
    —Naturalmente, ¿a quién acusar ahora, si no a mí? —murmuró resoplando—. ¡Tiene razón! ¡Él es el marido ofendido!
    —¿A qué te refieres? —preguntó Olga Ivánovna.
    —¿A qué?... ¡Pues escucha qué sermones suelta tu legítimo consorte! Resulta que soy un canalla y un malvado, que yo he sido tu perdición y la perdición de tus hijos. Todos vosotros sois unos desgraciados, ¡y sólo yo soy terriblemente feliz! ¡Terrible, terriblemente feliz!
    —¡No te comprendo, Nikolái! ¿Qué significa esto?
    —Pues, ¡escucha a este joven señor! —dijo Beliáyev, señalando a Aliosha.
    Aliosha se sonrojó, luego, de pronto, palideció, y la cara se le crispó de miedo.
    —¡Nikolái Ilich! —balbuceó en alta voz—. ¡Tsss!
    Olga Ivánovna miró sorprendida a Aliosha, a Beliáyev, después otra vez a Aliosha.
    —¡Pregúntele! —continuó Beliáyev—. Tu Pelagueya, esa tonta de remate, los lleva a las pastelerías y allí organiza encuentros con su papaíto. Pero no es esta la cuestión, la cuestión es que el papaíto es un mártir, y yo, un malvado, un canalla, que os he destrozado la vida a los dos...
    —¡Níkolái Ilich! —gimió Alíosha—. ¡Me había dado usted su palabra de honor!
    —¡Ea, déjame! —exclamó Beliáyev, haciendo un gesto de contrariedad con la mano—. Aquí se trata de algo mucho más importante que todas las palabras de honor. ¡A mí, la hipocresía y la mentira me indignan!
    —¡No comprendo! —dijo Olga Ivánovna, y las lágrimas le brillaron en los ojos—. Escúchame, Liólka —se dirigió al hijo—. ¿Te ves con tu padre? —Aliosha no la escuchaba y miraba con terror a Beliáyev—. ¡No puede ser! —dijo la madre—. Voy a interrogar a Pelagueya.
    Olga Ivánovna salió.
    —¡Escuche, me había dado usted su palabra de honor! —dijo Aliosha, temblando de la cabeza a los pies.
    Beliáyev le replicó con un gesto de disgusto y siguió caminando. Se hallaba sumido en su ofensa, y de nuevo, como antes, no se daba cuenta de la presencia del pequeño. Él era un hombre maduro y serio, no iba a preocuparse por pequeñajos. Aliosha se sentó en un rincón y, horrorizado, le explicó a Sonia cómo le habían engañado. Temblaba, tartamudeaba, lloraba. Por primera vez en la vida se encontraba de manera tan brutal con la mentira cara a cara; hasta entonces no había sabido que en este mundo, además de peras dulces, de empanadas y de relojes caros, existen muchas otras cosas que, en el lenguaje de los niños, no tienen nombre.

jueves, 17 de febrero de 2011

RISA, de William Saroyan


—¿Quiere que me ría?

    Se sentía muy solo y enfermo en el aula vacía, todos los chicos ya se había ido a casa, Dan Seed, James Misippo, Dick Corcoran, todos ellos por las vías del Southern Pacific, riéndose y jugando, y esta loca idea de La Señorita Wissig, agobiándolo.

    —Sí.

    Los labios severos, el temblor, los ojos, esa melancolía patética en su rostro.

    —Pero yo no quiero reírme.

    Era extraño. El mundo entero, las vueltas de la vida, en lo que llega a convertirse.

    —Ríete.

    La tensión que creía, eléctrica, su rigidez, el nervioso movimiento de sus brazos y su cuerpo, lo fría que era, y la enfermedad en su sangre.

    —Pero, ¿por qué?

    ¿Por qué? Todo tan inmóvil, todo tan falto de gracia, tan horrible, las mentes atrapadas, algo atrapado, sin sentido, sin significado.

    —Como castigo. Te reíste en clase, así que ahora, como castigo, debes reírte durante una hora, tú solo, sin nadie más. Vamos, date prisa, ya has desperdiciado cuatro minutos.

    Era vergonzoso; no era en absoluto gracioso, quedarte después de clase, que te pidan que te rías. No tenía sentido alguno. ¿De qué debía reírse? Nadie puede reírse porque sí. Tiene que haber algo, algo divertido o pomposo, algo cómico. Era todo tan extraño, sus modales, la forma en la que lo miraba, la sutileza; era atemorizante. ¿Qué quería de él? Y ese olor a escuela, el aceite del suelo, el polvo de la tiza, el olor de la misma idea de los niños habiéndose ido a casa; la soledad, la tristeza.

    —Siento haberme reído.

    La flor se doblaba, avergonzada. Estaba apenado, no era un farol; estaba apenado, pero no por sí mismo, sino por ella. Era una chica joven, una maestra sustituta, y había cierta tristeza en ella, tan lejana y tan difícil de entender; una tristeza que traía consigo cada día y él se había reído de ella, fue cómico, algo que ella dijo, la forma en que los miraba a todos, la forma en que se movía. No había sentido ganas de reírse, pero de pronto se rió y ella lo miró y él la miró a los ojos y por un momento hubo una vaga comunión, y luego la furia, el odio en sus ojos. “Te quedarás después de clase”. No había querido reírse, tan sólo ocurrió, y estaba apenado, avergonzado, ella tenía que saberlo, se lo estaba diciendo, caray.

    —Estás haciéndome perder el tiempo. Empieza a reírte.

    Se había inclinado para borrar lo que estaba escrito en la pizarra: África, El Cairo, las pirámides, las esfinges, el Nilo; y los números 1865, 1914. Pero la tensión estaba allí, aún teniéndola de espaldas; el aula estaba en silencio y el vacío lo volvía todo más enfático, lo magnificaba todo, haciéndolo más preciso, con su mente, la de ella y la pena de ambas, una junto a la otra, en conflicto; ¿por qué? Él trató de ser amable; el día que ella llegó, él quiso ser amable; sintió de inmediato su extrañeza, su lejanía, de modo que ¿por qué se había reído? ¿Por qué todo ocurre de manera tan falsa? ¿Por qué tuvo que ser él quien la hiriera cuando, desde el principio, quiso ser su amigo?

    —No quiero reírme.

    Rebeldía y llanto en su voz, un llanto vergonzoso. ¿Pero qué derecho tenía para destruir algo tan inocente? No había querido ser cruel; ¿por qué ella no era capaz de entenderlo? Empezó a sentir odio frente a su estupidez, su comportamiento absurdo, su terquedad. "No me reiré", pensó; "que llame al Sr. Caswell y que me azote, pero no volveré a reírme. Todo era un error. Había querido llorar, o algo así, no lo sé; no había querido hacerlo. Puedo soportar que me azoten, por Dios, duele, pero no tanto como esto; me han dado en el trasero alguna vez, conozco la diferencia".

    Pues que lo azotaran, ¿a él qué más le daba? Le ardía y luego sentía un dolor agudo varios días, punzante en su cabeza, pero adelante, que lo hagan inclinarse, aún así no se reiría.

    La vio sentarse en el escritorio y observarlo; y por el amor de Dios, se la veía enferma y asustada, y cierta piedad llegó a sus labios una vez más, la enfermiza piedad que sentía por ella, ¿por qué estaba causándole tantos problemas a una maestra sustituta que le simpatizaba, no una vieja y fea maestra, sino una pequeña chica agradable, asustada desde el principio?

    —Por favor, ríete.

    Y qué humillación, ya no se lo ordenaba, se lo rogaba, le rogaba que se riera cuando él no quería reírse. ¿Qué se puede hacer? Honestamente, ¿qué se puede hacer bien, por voluntad propia, no accidentalmente, que no sea lo equivocado? ¿A qué se refería? ¿Qué placer podría sacar de oírlo reír? Qué mundo más estúpido, el extraño sentir de las personas, la reserva, cada persona dentro de sí, queriendo una cosa y siempre obteniendo otra, queriendo dar una cosa y siempre dando otra. Sí, lo haría. Ahora sí se reiría, no por él, sino por ella. Incluso si esto lo enfermara, se reiría. Quería saber la verdad, qué era todo eso. Ella no estaba haciéndolo reír, le pedía que lo hiciese, se lo rogaba. No entendía qué sucedía, pero quería saberlo. Pensó: "Quizás pueda pensar en algo gracioso", y empezó a recordar todas las historias graciosas que había oído, pero era extraño, no se acordaba de ninguna. Y otras cosas graciosas, como la forma en que caminaba Annie Gran; vaya, ya no parecía nada gracioso; y Henry Mayo, burlándose de Hiawatha, equivocándose; no, eso tampoco parecía divertido. Era cosas que le hacían reír hasta enrojecer y perder el aliento, pero había llegado a un punto muerto, inútil, "by the big sea waters, by the big sea waters, came the mighty", vaya, ya no era gracioso; Dios, ya no podía reírse de todo eso. Bueno, tan sólo se reiría, de la misma manera de siempre, como un actor, ja, ja, ja. Dios, era difícil, era lo más fácil del mundo y ahora no podía soltar una sola risita.

    No obstante, empezó a reírse, sintiéndose avergonzado e incómodo. Tenía miedo de mirarla a los ojos, así que se fijó en el reloj e intentó no detenerse, era algo extraordinario, pedirle a un muchacho que se riera por una hora y nada, rogarle que se riera sin ningún motivo. Y así lo haría, quizás no por una hora, pero lo intentaría; algo haría. Lo más gracioso era su voz, la falsedad de aquella risa; y luego, al cabo de un rato le empezó a parecer muy gracioso, muy cómico y le hizo feliz ya que verdaderamente le daba risa, y ahora que se reía realmente, con todo su ser, con toda su sangre, riéndose de cuán falsa era su risa, en tanto la vergüenza se alejaba, se dio cuenta de que ya no era falso, de que era la verdad de su risa lo que llenaba el aula vacía y todo parecía encajar, todo era magnífico y ya habían pasado dos minutos.

    Y empezó a ver cosas realmente graciosas por doquier, en toda la ciudad, la gente que caminaba por la calle, tratando de verse importante, pero él lo sabía, no lo engatusaban, sabía lo importante que eran, la forma en la que hablaban, siempre a lo grande, y toda esa pomposidad, toda esa falsedad lo hacían reírse; pensó en el predicador de la Iglesia Presbiteriana, lo falso de sus sermones, "Oh, Dios, hágase tu voluntad", y sin nadie que creyera en él, y la gente importante con grandes coches, Cadillcs y Packards, acelerando y desacelerando, yendo por todo el país, como si tuvieran un lugar al que ir, y los conciertos de la banda del pueblo, todo tan falso, todo haciéndolo reír, los grandullones corriendo detrás de las chicas cuando hacía calor y los tranvías que se desplazaban por toda la ciudad con apenas dos pasajeros, eso sí era gracioso, esos enormes vagones llevando solamente a una anciana y a un hombre con bigotes, y se rió hasta que perdió el aliento y su cara enrojeció y de pronto, ya no sentía vergüenza, y se estaba riendo y miró a La Señorita Wissig, y entonces, bang: lágrimas en los ojos de ella. Por Dios Santo, no se había reído de ella. Se había estado riendo de todos esos tontos, todas las tonterías que hacían día tras día, toda la falsedad. Era desagradable. Siempre quería hacer las cosas bien y siempre las cosas se daban vuelta. Quería saber por qué, qué es lo que sucedía con ella, dentro de ella, su parte secreta, y él que se había reído para ella, no para sentirse a gusto; y ella allí, temblando, con los ojos húmedos y llenos de lágrimas, su rostro atormentado, y él seguía riéndose de la furia y la desilusión de su corazón, y se reía de todo lo que es patético en el mundo, las cosas por las que la buena gente llora, los perros callejeros, los caballos que se tropezaban y eran azotados, los tímidos que en su interior eran aplastados por tipos crueles y gordos, gordos por dentro, pomposos; y los pajaritos, muertos en las aceras; y los malentendidos en todas partes, el conflicto sin fin, la crueldad, las cosas que vuelven maligno a un hombre, el crecimiento vil y el enojo empezaba a cambiar su risa y empezaban a asomarse lágrimas en sus ojos. Sólo ellos, en el aula vacía, juntos y desnudos en su soledad y su desconcierto, hermano y hermana, los dos queriendo cierta decencia, cierta limpieza en este mundo, los dos queriendo compartir la verdad con el otro y aún así, los dos, extraños de alguna manera, solos y lejanos.

    Oyó que la chica contenía el sollozo y luego todo fue al revés, y él lloraba, honesta y verdaderamente, como un bebé, como si algo realmente hubiese sucedido, y escondió su rostro entre sus brazos, y respiraba agitadamente y pensaba en que no quería vivir; en que si así eran las cosas, prefería estar muerto.

    No supo cuánto lloró pero de pronto, se dio cuenta de que no había llanto ni risa y de que el aula estaba muy tranquila. Qué vergúenza. Tenía miedo de levantar la cabeza y mirar a la maestra. Era horroroso.

    —Nico.

    En voz baja, calmada, solemne; ¿cómo podría volver a mirarla?

    —Nico.

    Levantó la cabeza. Los ojos de ella estaban secos y su cara parecía más brillante y más hermosa que nunca.

    —Por favor, sécate las lágrimas. ¿Quieres un pañuelo?

    —Sí.

    Se secó los ojos, se sonó la nariz. Qué mundo enfermo éste. Qué deprimente era todo.

    —¿Cuántos años tienes, Nico.

    —Diez.

    —¿Qué quieres ser? De mayor, quiero decir…

    —No lo sé.

    —¿A qué se dedica tu padre?

    —Es sastre.

    —¿Te gusta esta ciudad?

    —Creo que sí.

    —¿Tienes hermanos?

    —Tres hermanos y dos hermanas.

    —¿Nunca has pensado en irte? ¿Irte a alguna otra ciudad?

    Era asombroso. Le hablaba como si fuera una persona madura, tratando de llegar hasta el fondo.

    —Sí.

    —¿Adónde?

    —No lo sé. A Nueva York, quizás. O a la madre patria.

    —¿La madre patria?

    —Milán. La ciudad de mi padre.

    —Oh.

    Él quería preguntarle sobre ella, adónde había ido, dónde había estado; quería ser maduro, pero tenía miedo. Ella fue hasta el guardarropa y trajo su abrigo, su sombrero y su bolso, y comenzó a ponerse el abrigo.

    —Mañana ya no estaré aquí. La Señorita Shorb se ha recuperado. Me voy.

    Se sintió triste, pero no podía pensar en nada que decirle. Ella se ajustó el cinturón del abrigo y se puso el sombrero, sonriente, Dios, qué mundo, primero lo hacía reírse, luego llorar y ahora esto. ¿Adónde iba? ¿Es que ya nunca la volvería a ver?

    —Ya puedes irte a casa, Nico.

    Y allí estaba él, mirándola y sin quererse ir, allí estaba, con ganas de sentarse y observarla. Se levantó lentamente y fue hasta el guardarropa a buscar su gorra. Caminó hasta la puerta, enfermo de soledad; y se volvió para mirarla por última vez.

    —Adiós, Señorita Wissig.

    —Adiós, Nico.

    Y a continuación echó a correr y atravesó el colegio como una bala, y la joven maestra sustituta lo siguió con la mirada desde el patio. No sabía en qué pensar, pero supo que estaba verdaderamente triste y que tenía miedo de darse la vuelta para ver si ella estaba mirándolo. Pensó: "Si me apresuro, quizás pueda encontrar a Dan Seed y a Dick Corcoran y a los demás, y quizás llegué a tiempo para ver cómo se va el tren de carga". Bueno, nadie lo sabría de todas formas. Nadie sabría alguna vez qué sucedió y cómo había llorado y reído.

    Siguió corriendo hasta las vías de la Southern Pacific, pero cuando llegó los chicos ya no estaban allí y el tren ya se había ido.

    Se sentó bajo un eucalipto. El mundo entero, un caos.

    Y entonces se echó a llorar de nuevo.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Vecinos, de Raymond Carver

Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
–¡Divertíos! –dijo Bill a Harriet.
–Desde luego –respondió Harriet –Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
–Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
–Así lo haré –respondió Arlene.
–¡Divertíos! dijo Bill.
–Por supuesto –dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo –Y gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
–Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros –dijo Bill.
–Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones –dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
–No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche –Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.

Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones –y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.
–¿Qué te ha retenido? –dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
–Nada. Jugando con Kitty –dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
–Vámonos a la cama, cariño –dijo él.

Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
–¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano –dijo ella.
Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo –dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
–Vámonos a la cama –dijo él.
–¿Ahora? –rió ella –¿Qué te pasa?
–Nada. Quítate el vestido –La agarró toscamente, y ella le dijo:
–¡Dios mío! Bill
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
–No nos olvidemos de dar de comer a Kitty –dijo ella.
–Estaba en este momento pensando en eso –dijo él –Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja–dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
–¿Qué te ha retenido tanto? –dijo Arlene –Llevas más de una hora aquí.
–¿De verdad? –respondió él.
–Sí, de verdad –dijo ella.
–Tuve que ir al baño –dijo él.
–Tienes tu propio baño –dijo ella.
–No me pude aguantar –dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.

Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.

No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
–Ponte cómodo mientras voy a su casa –dijo ella –Lee el periódico o haz algo –Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
–Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? –llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
–¿Estuve mucho tiempo aquí? –dijo ella.
–Bueno, sí estuviste –dijo él.
–¿De verdad? –dijo ella – Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.
–Es divertido –dijo ella –Sabes, ir a la casa de alguien más así. –Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
–Es divertido –dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
–¡Jolines! –dijo ella –Jooliines –cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos –Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró –¿No es eso tonto? –No lo creo – dijo él –Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:
–Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
–¿Qué clase de fotografías?
–Ya las verás tú mismo –dijo ella y le miró con atención.
–No estarás bromeando –sonrió él –¿Dónde?
–En un cajón –dijo ella.
–No bromeas –dijo él.
Y entonces ella dijo:
–Tal vez no regresarán – e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
–Pudiera suceder –dijo él –Todo pudiera suceder.
–O tal vez regresarán y … –pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
–La llave –dijo él –Dámela.
–¿Qué? –dijo ella –Miró fijamente a la puerta.
–La llave –dijo él –Tú tienes la llave.
–¡Dios mío! –dijo ella –Dejé la llave dentro.
–Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
–No te preocupes –le dijo al oído –Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.

martes, 15 de febrero de 2011

Carver, por Daniel Múgica

Un escritor español afirmaba que su mayor obsesión era la precisión. Como la de todos, por supuesto. Lo que ocurre es que ésta no se relaciona con el adjetivo anacrónico, la metáfora repetida en busca de la imagen, el escenario deformado, la psicología esquizoide, el abuso de las subordinadas, la violencia de aliento neutro y frase larga, las construcciones de hélice. No. La precisión es Carver: una mirada de rayos X. Lo más dificil en literatura es utilizar las palabras juntas, que suelen ser las más asequibles; escribir la oración con sujeto, verbo y predicado. El problema es que esa oración, ese sujeto, ese verbo y ese predicado deben funcionar como piezas independientes. No se trata de forzar la comodidad del lector, de la que abusan los best sellers, tomándolo a veces por un imbécil. Lo complicado es que el lector sea cómplice del personaje, que viva, disfrute y sufra como él. El personaje, cuando existe por sus hechos y no por las trampas del escritor -ganadas en años de oficio-, por ejemplo, no dice: te adoro. Dice: te quiero. Su lenguaje pertenece a la cotidianidad, de la que se nutre.Raymond Carver (Estados Unidos, 1939-1988) revoluciona el concepto de relato breve y, a juicio de este lector, eleva, más allá de sus contemporáneos, la sencillez al arte. Es, aparte de algunas poéticas, autor de tan sólo cuatro libros: Catedral, ¿Quieres hacer el favor de callarte, porfavor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor y Tres rosas amarillas. Los libros tienen apenas un puñado de páginas; el más largo, 150; los relatos, 10 como media, exceptuando los contenidos en Tres rosas amarillas, de unas 30. Parte de la crítica especializada se empeña en asegurar que la buena literatura está conformada por cientos de folios de apretada letra. Raymond Carver, exponente del llamado realismo sucio, en un racimo de palabras, cuenta una existencia de sensaciones. Cuando el cielo es azul escribe azul y cuando alguien llora escribe llora, en vez de se le despeñaron las lágrimas mejillas abajo. Escribir de veras, con los puños y la cabeza, es una cuestión de contención y no de extensión. Carver desprecia la alquimia de la literatura, prescinde de los argumentos altisonantes y aborrece los discursos puramente narrativos. Él no busca, como tantos otros, literaturas miméticas, encuentra su literatura. Un problema con el alcohol en una noche de verano, una discusión con la pareja, la rueda del coche que se pincha, los invitados a cenar. Plasma situaciones insignificantes con una fuerza inusual. Horada en los contenidos, nunca en las apariencias. En un gesto de mujer, de alegría o ira, se puede explicar el nacimiento del mundo. Este lector se encuentra en el intento; el genio de Carver lo logra modelando sobre el presente.

Reinventar el tiempo


Además, en el cuento, se adelanta a su tiempo, lo reinventa. En las escuelas de letras, que a menudo deforman a los que poseen talento y llenan de sueños imposibles a los que carecen de él, explica que en la técnica del relato lo fundamental es el final. Los maestros de tan endiablada disciplina así lo habían dispuesto, hasta el norteamericano. La tradición marca que primero hay que imaginar un final, a ser posible explosivo, y luego obtener un nudo y un planteamiento creíbles. Cuando se habla de a lo sumo 10 páginas resulta difícil. También se tiene que anticipar la última situación. Carver la señala, pero no con acontecimientos, sino con pinceladas de inquietud, a la manera de Poe. A Carver le importa poco el párrafo que cierra la narración, le preocupan más las sensaciones del desarrollo. Por eso, en sus finales no suele ocurrir nada, es suficiente con urdir la historia, ajena a tramas artificiales y personajes únicos. Lo cierto es que sus relatos, tan cortos, no parecen terminar nunca. Al cerrarlos, en el lector ha quedado un poso de tiempo, un aire de desvanecimiento. Sus cuentos llevan sin estridencias, subidas o bajadas.

Pero Carver, empeñado en la belleza de las palabras, en su último trabajo, Tres rosas amarillas, da una vuelta de tuerca. Se dedica a narrar hechos aún más desnudos, situándose detrás de una ventana, a la misma altura que sus personajes, desde la que mira. Sólo mira, ni plantea ni critica. Eso se llama, realmente, ser preciso.

lunes, 14 de febrero de 2011

Un día perfecto para el pez plátano, de J. D. Salinger

 En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

    No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
    Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.
    —Diga —dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
    —Su llamada a Nueva York, señora Glass —dijo la operadora.
    —Gracias —contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
    A través del auricular llegó una voz de mujer:
    —¿Muriel? ¿Eres tú?
    La chica alejó un poco el auricular del oído.
    —Sí, mamá. ¿Cómo estás? —dijo.
    —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
    —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
    —¿Estás bien, Muriel?
    La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
    —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
    —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
    —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
    —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
    —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
    —¿Cuándo llegasteis?
    —No sé... el miércoles, de madrugada.
    —¿Quién condujo?
    —Él —dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
    —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
    —Mamá —interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
    —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
    —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?
    —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
    —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
    —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás..
    —Muy bien —dijo la chica.
    —¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
    —No. Ahora tiene uno nuevo.
    —¿Cuál?
    —Mamá... ¿qué importancia tiene
    —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
    —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.
    —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
    —Mamá —interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
    —Lo tienes tú.
    —¿Estás segura? —dijo la chica.
    —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
    —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
    —¡Pero está en alemán!
    —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
    —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
    —Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
    —Muriel, mira, escúchame.
    —Te estoy escuchando.
    —Tu padre habló con el doctor Sivetski.
    —¿Sí? —dijo la chica.
    —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
    —¿Y...? —dijo la chica.
    —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
    —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
    —¿Quién? ¿Cómo se llama?
    —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
    —Nunca lo he oído nombrar.
    —De todos modos, dicen que es muy bueno.
    —Muriel, por favor, no seas inconsciente.     Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
    —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.
    —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
    —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
    —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
    —Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
    —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
    —Me he quemado toda, mamá, toda.
    —¡Qué horror!
    —No me voy a morir.
    —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
    —Bueno... sí... más o menos... —dijo la chica.
    —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
    —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
    —Bueno, ¿qué dijo?
    —¡Oh, no mucho! Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
    —¿Por que te hizo esa pregunta?
    —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
    —¿El verde?
    —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
    —Pero ¿qué dijo él? El médico.
    —Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
    —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
    —No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
    —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
    —En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
    —En fin. ¿Y tu abrigo azul?
    —Bien. Le subí un poco las hombreras.
    —¿Cómo es la ropa este año?
    —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
    —¿Y tu habitación?
    —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra —dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
    —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
    —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
    —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
    —Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.
    —¿Y no quieres volver a casa?
    —No, mamá.
    —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
    —No, gracias —dijo la chica, y descruzó las piernas.
    —Mamá, esta llamada va a costar una for...
    —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que...
    —Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
    —¿Dónde está?
    —En la playa.
    —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
    —Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
    —No he dicho nada de eso, Muriel.
    —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
    —¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
    —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
    —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
    —Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
    —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
    —No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
    —Muriel, hazme caso.
    —Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
    —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
    —Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
    —Muriel, quiero que me lo prometas.
    —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá —y colgó.

    ***

—Ver más vidrio (1)—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
    —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
    —No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
    —Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.
    —Estáte quieta, Sybil, cariño...
    —¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.
    La señora Carpenter suspiró.
    —Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
    Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
    Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
    —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? —dijo.
    El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
    —¡Ah!, hola, Sybil.
    —¿Vas a ir al agua?
    —Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
    —¿Qué? —dijo Sybil.
    —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
    —Mi papá llega mañana en un avión —dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
    —No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
    —¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.
    —¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
    —Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
    Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
    —Es amarillo —dijo—. Es amarillo.
    —¿En serio? Acércate un poco más.
    Sybil dio un paso adelante.
    —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
    —¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.
    —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
    Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
    —Necesita aire —dijo.
    —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
    —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
    —¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
    —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
    —Sí que podías.
    —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
    —¿Qué?
    —Me imaginé que eras tú.
    Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
    —Vayamos al agua—dijo.
    —Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
    —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
    —¿Que eche a quién?
    —A Sharon Lipschutz.
    —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
    —¿Un qué?
    —Un pez plátano —dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
    Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
    Los dos echaron a andar hacia el mar.
    —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven.
    Sybil negó con la cabeza.
    —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
    —No sé —dijo Sybil.
    —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
    Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
    —Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
    —Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—.¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
    Sybil lo miró:
    —Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
    Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
    —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
    Sybil soltó el pie:
    —¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.
    —Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
    —¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
    —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
    —No eran más que seis —dijo Sybil.
    —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
    —¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.
    —¿Si me gusta qué?
    —La cera.
    —Mucho. ¿A ti no?
    Sybil asintió con la cabeza:
    —¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.
    —¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera.     Nunca voy a ningún lado sin ellas.
    —¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil.
    —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
    —Me gusta masticar velas —dijo ella por último.
    —Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
    Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
    —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.
    —No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
    —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo —dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
    —No veo ninguno —dijo Sybil.
    —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
    —Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
    Ella negó con la cabeza.
    —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
    —No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?
    —¿Qué pasa con quiénes?
    —Con los peces plátano.
    —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
    —Sí —dijo Sybil.
    —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
    —¿Por qué? —preguntó Sybil.
    —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
    —Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.
    —No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
    Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
    —Acabo de ver uno.
    —¿Un qué, amor mío?
    —Un pez plátano.
    —¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
    —Sí —dijo Sybil—. Seis.
    De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
    —¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.
    —¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
    —¡No!
    —Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
    —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
    El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.



En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
    —Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
    —¿Cómo dice? —dijo la mujer.
    —Dije que veo que me está mirando los pies.
    —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
    —Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
    —Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
    Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
    —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
    Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
    Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.